Miguel de Unamuno
La tierra roja, el cielo añil, culmina
el sol desnudo en el zenit y asesta
sus dardos; es la hora de la siesta;
se empardece el verdor de la colina.
A la redonda sombra de la encina
inmoble y negra, inmoble se recuesta
el negro toro, y una charca apresta
su espejo inmoble de agua mortecina.
Como un esmalte, de la calma al horno
recién fraguado, la visión se agarra
y en el espacio es de quietud adorno;
mas ay! que siempre eternidad nos marra,
pues pregonera del girar del torno
del tiempo canta instantes la cigarra.
La tierra roja, el cielo añil, culmina
el sol desnudo en el zenit y asesta
sus dardos; es la hora de la siesta;
se empardece el verdor de la colina.
A la redonda sombra de la encina
inmoble y negra, inmoble se recuesta
el negro toro, y una charca apresta
su espejo inmoble de agua mortecina.
Como un esmalte, de la calma al horno
recién fraguado, la visión se agarra
y en el espacio es de quietud adorno;
mas ay! que siempre eternidad nos marra,
pues pregonera del girar del torno
del tiempo canta instantes la cigarra.