- 5 -
Don Ramiro
-«¡Doña Clara! ¡Doña Clara!
¡Tras tantos años de amor!
tu propia mano traidora
la puñalada me dio.
»¡Doña Clara! ¡Doña Clara!
es la vida alegre don;
y el sepulcro obscuro y frío
me inspira miedo y horror!
»A Fernando das mañana
la mano y el corazón:
¿Me convidas a la boda?
¿Quieres que a ella asista yo?»
-«¡Don Ramiro! ¡Don Ramiro!
amargos tus dichos son,
como la ley de los astros
que mis designios burló.
»¡Don Ramiro! ¡Don Ramiro!
desecha ese negro humor;
piensa que hay muchas mujeres,
y que nos separa Dios.
»Vencedor eres del moro;
sé tu propio vencedor:
ven a mi boda mañana
sin recelo ni aprensión».
-«Iré a tu boda mañana;
te lo juro por quien soy:
iré, y bailaré contigo:
¡Adiós, Doña Clara! -¡Adiós!»
Crujió la ventana al punto,
petrificado él quedó;
luego hundióse en las tinieblas,
cual lúgubre aparición.
Cuando las nocturnas sombras
rasgó el matutino albor,
cual jardín lleno de flores,
Toledo resplandeció.
Alcázares y palacios
brillan a la luz del sol;
las cúpulas de los templos
parece que de oro son.
De las campanas al vuelo
suena el confuso clamor;
se elevan de los altares
el cántico y la oración.
¡Mirad, allá, en la capilla!
¡Allá, en la Plaza Mayor!
¡Mirad, mirad, qué gentío!
¡Qué tropel! ¡Qué confusión!
Nobles damas, cortesanos,
hidalgos, hombres de pro;
y al clamor de las campanas
une el órgano su voz.
La multitud abre paso:
ya la pareja salió:
Doña Clara y Don Fernando
los felices novios son.
Hasta el palacio del novio
corren las gentes en pos;
celébrase allí la boda
con señorial esplendor.
Tras el festín, el torneo;
todo es fiesta y diversión:
rápidas pasan las horas;
pronto la noche llegó.
Congréganse para el baile
en la cámara de honor;
cien lámparas resplandecen
en el dorado artesón.
El novio y la novia ocupan
altos sitiales los dos;
se están diciendo en voz baja
dulces palabras de amor.
Muchedumbre engalanada
puebla el soberbio salón:
vibra aguda la trompeta
sordo redobla el tambor.
-«¿Por qué, bellísima dama,
el esposo preguntó,
por qué la mirada fija
clavas en aquel rincón?»
-«¿No ves allí un hombre envuelto
en su negra capa? -No;
es, replicó sonriendo,
sombra, quimera, ilusión».
Y la sombra se acercaba,
y era un embozado ¡ay Dios!
y Clara, toda encendida,
a Ramiro saludó.
Ha comenzado ya el baile;
vuelan, al acorde son,
los galanes y las damas
en vértigo embriagador.
-«De buen grado, Don Ramiro,
bailaré contigo yo;
pero venir no debiste
con tan negro capotón».
Él, los ojos penetrantes
fija en la que fue su amor;
ciñe su cintura, y dice:
«Me llamaste, y aquí estoy».
En los giros de la danza
abrazados van los dos;
vibra aguda la trompeta,
sordo redobla el tambor.
-«Pálido estás cual la nieve»
dice con trémula voz
la bella, y él le responde:
«Me llamaste y aquí estoy».
Chisporrotean las luces;
brilla el soberbio salón:
¡Cómo vibra la trompeta!
¡Cómo redobla el tambor!
¡«Fría, cual hielo, es tu mano».
Clara, espantada, exclamó;
y él, con voz más tenebrosa,
-«Me llamaste, y aquí estoy».
-«¡Suelta, suelta, don Ramiro!
¡Suéltame, por compasión!»
Siempre la misma respuesta:
«Me llamaste, y aquí estoy».
Alegre suena la música,
y en torbellino veloz
gira y se revuelve todo
cual fantástica visión.
-«¡Suéltame! ¡suéltame!» exclama
la novia, llena de horror;
y él replica: «Me llamaste,
me llamaste, y aquí estoy.»
Ella, al fin, airada grita:
-«¡Suéltame, en nombre de Dios!»
y al pronunciar ese nombre,
Ramiro despareció.
Quedó Clara inmóvil, yerta,
sin sentidos y sin voz;
bajó la siniestra imagen
a su lúgubre mansión.
Ya retorna en sí la dama,
ya las pupilas abrió;
mas al punto se las cierra
espanto nuevo y mayor.
Desque el baile comenzara
estuvo -no hay duda, no-
sentada junto a su esposo,
sin moverse del sillón.
-«¿Por qué, pregunta Fernando,
se te ha quebrado el color?
¿Por qué, de tus bellos ojos,
se ha nublado el claro sol?»
Clara, dudosa, espantada,
-«¿Y Ramiro?» -preguntó;
y no pudo más su lengua,
que paraliza el horror.
Hondas, tempranas arrugas,
fruncen con ceño feroz
la frente del caballero,
y con gesto aterrador,
-«Saberlo no quieras, dice:
¡Historias trágicas son!
-¿Pero Ramiro?... -Ramiro,
esta mañana murió!»
Don Ramiro
-«¡Doña Clara! ¡Doña Clara!
¡Tras tantos años de amor!
tu propia mano traidora
la puñalada me dio.
»¡Doña Clara! ¡Doña Clara!
es la vida alegre don;
y el sepulcro obscuro y frío
me inspira miedo y horror!
»A Fernando das mañana
la mano y el corazón:
¿Me convidas a la boda?
¿Quieres que a ella asista yo?»
-«¡Don Ramiro! ¡Don Ramiro!
amargos tus dichos son,
como la ley de los astros
que mis designios burló.
»¡Don Ramiro! ¡Don Ramiro!
desecha ese negro humor;
piensa que hay muchas mujeres,
y que nos separa Dios.
»Vencedor eres del moro;
sé tu propio vencedor:
ven a mi boda mañana
sin recelo ni aprensión».
-«Iré a tu boda mañana;
te lo juro por quien soy:
iré, y bailaré contigo:
¡Adiós, Doña Clara! -¡Adiós!»
Crujió la ventana al punto,
petrificado él quedó;
luego hundióse en las tinieblas,
cual lúgubre aparición.
Cuando las nocturnas sombras
rasgó el matutino albor,
cual jardín lleno de flores,
Toledo resplandeció.
Alcázares y palacios
brillan a la luz del sol;
las cúpulas de los templos
parece que de oro son.
De las campanas al vuelo
suena el confuso clamor;
se elevan de los altares
el cántico y la oración.
¡Mirad, allá, en la capilla!
¡Allá, en la Plaza Mayor!
¡Mirad, mirad, qué gentío!
¡Qué tropel! ¡Qué confusión!
Nobles damas, cortesanos,
hidalgos, hombres de pro;
y al clamor de las campanas
une el órgano su voz.
La multitud abre paso:
ya la pareja salió:
Doña Clara y Don Fernando
los felices novios son.
Hasta el palacio del novio
corren las gentes en pos;
celébrase allí la boda
con señorial esplendor.
Tras el festín, el torneo;
todo es fiesta y diversión:
rápidas pasan las horas;
pronto la noche llegó.
Congréganse para el baile
en la cámara de honor;
cien lámparas resplandecen
en el dorado artesón.
El novio y la novia ocupan
altos sitiales los dos;
se están diciendo en voz baja
dulces palabras de amor.
Muchedumbre engalanada
puebla el soberbio salón:
vibra aguda la trompeta
sordo redobla el tambor.
-«¿Por qué, bellísima dama,
el esposo preguntó,
por qué la mirada fija
clavas en aquel rincón?»
-«¿No ves allí un hombre envuelto
en su negra capa? -No;
es, replicó sonriendo,
sombra, quimera, ilusión».
Y la sombra se acercaba,
y era un embozado ¡ay Dios!
y Clara, toda encendida,
a Ramiro saludó.
Ha comenzado ya el baile;
vuelan, al acorde son,
los galanes y las damas
en vértigo embriagador.
-«De buen grado, Don Ramiro,
bailaré contigo yo;
pero venir no debiste
con tan negro capotón».
Él, los ojos penetrantes
fija en la que fue su amor;
ciñe su cintura, y dice:
«Me llamaste, y aquí estoy».
En los giros de la danza
abrazados van los dos;
vibra aguda la trompeta,
sordo redobla el tambor.
-«Pálido estás cual la nieve»
dice con trémula voz
la bella, y él le responde:
«Me llamaste y aquí estoy».
Chisporrotean las luces;
brilla el soberbio salón:
¡Cómo vibra la trompeta!
¡Cómo redobla el tambor!
¡«Fría, cual hielo, es tu mano».
Clara, espantada, exclamó;
y él, con voz más tenebrosa,
-«Me llamaste, y aquí estoy».
-«¡Suelta, suelta, don Ramiro!
¡Suéltame, por compasión!»
Siempre la misma respuesta:
«Me llamaste, y aquí estoy».
Alegre suena la música,
y en torbellino veloz
gira y se revuelve todo
cual fantástica visión.
-«¡Suéltame! ¡suéltame!» exclama
la novia, llena de horror;
y él replica: «Me llamaste,
me llamaste, y aquí estoy.»
Ella, al fin, airada grita:
-«¡Suéltame, en nombre de Dios!»
y al pronunciar ese nombre,
Ramiro despareció.
Quedó Clara inmóvil, yerta,
sin sentidos y sin voz;
bajó la siniestra imagen
a su lúgubre mansión.
Ya retorna en sí la dama,
ya las pupilas abrió;
mas al punto se las cierra
espanto nuevo y mayor.
Desque el baile comenzara
estuvo -no hay duda, no-
sentada junto a su esposo,
sin moverse del sillón.
-«¿Por qué, pregunta Fernando,
se te ha quebrado el color?
¿Por qué, de tus bellos ojos,
se ha nublado el claro sol?»
Clara, dudosa, espantada,
-«¿Y Ramiro?» -preguntó;
y no pudo más su lengua,
que paraliza el horror.
Hondas, tempranas arrugas,
fruncen con ceño feroz
la frente del caballero,
y con gesto aterrador,
-«Saberlo no quieras, dice:
¡Historias trágicas son!
-¿Pero Ramiro?... -Ramiro,
esta mañana murió!»