Poema: Los dioses de Grecia de Heinrich Heine

Los dioses de Grecia

Luna, tu luz brillante
en fúlgido raudal de oro fundido
trueca el mar, y en la playa
tan clara como el día rutilante,
pero más dulce y tímida desmaya.
En el sereno cielo esclarecido
no brilla ningún astro,
y pasan a través de sus cristales
blancas nubes, fingiendo colosales
ídolos de alabastro.
Mas ¿qué miro? No son blancos vapores;
son ellos, sí, son ellos;
los de la antigua edad dulces señores,
los de Grecia risueña, dioses bellos.
¡Las deidades de ayer! vencidas, muertas,
vanos espectros hoy, sombras inciertas,
que, con vano reproche,
cruzan sin par las bóvedas desiertas
de la enlutada noche.
Asombrado contemplo
convertidos los cielos luminosos
en soberano templo;
y en movimiento blando
los pálidos colosos
tristes y pensativos van pasando.
Cronos, el rey de la celeste esfera,
aparece el primero; escarcha fría
cubrió su cabellera,
que el olimpo, al moverse, estremecía;
con cansado desmayo
empuña ya su diestra inútilmente
el apagado rayo;
infortunio y dolor nublan su frente;
pero aún augusta huella
de la antigua soberbia miro en ella.
Eran tiempos mejores,
Zeus, los tiempos en que ninfa bella
saciaba, o hecatombe ensangrentada,
tus divinos furores;
mas no hay eterno nada:
sucede el joven dios al dios anciano;
tu mismo, tú, con temeraria mano
¿no despojaste en desigual partida,
a los titanes y a tu padre cano,
Júpiter parricida?
Aún la soberbia Juno está a tu lado,
¡vanos fueron, oh diosa tus desvelos!
otro el cetro ha empuñado,
y no eres ya la reina de los cielos.
Tus grandes ojos, que el dolor apena,
cierras, penden tus brazos de azucena
mustios, y ya no alcanza
a la virgen que a un dios abrió los brazos,
ni al héroe que nació de sus abrazos,
tu implacable venganza.
¡Cuán triste vienes tú, Palas prudente;
a las deidades defender no pudo
tu poderoso escudo,
ni preservarlas tu perspicua mente.
¡Tú, Afrodites, también! Hoy plata pura
son tus dorados rizos;
espanto me da y miedo tu hermosura,
a pesar de que aún miro en tu cintura
el ceñidor falaz de tus hechizos.
Si obtuviera tu amor, tan grato. un día,
¡oh Venus voluptuosa!
espantado en tus brazos moriría,
cadavérica diosa.
Te convirtió la suerte
en deidad pavorosa de la muerte.
Marte de ti se aparta, y con celosa
pasión ya no te mira;
aburrido suspira
Febo-Apolo, el divino mozalbete,
y de su floja mano cae la lira
que alegraba el olímpico banquete.
Y aún suspiras tú más, cojo Vulcano,
al ver que la ambrosía perfumada
no sirves al Congreso soberano,
y que llevó por siempre el viento vano
de los dioses la eterna carcajada.
No os amé nunca, dioses altaneros:
no fueron mi ilusión los inconstantes
griegos jamás, ni los romanos fieros;
más siento grima y compasión al veros,
vencidos, tristes, pálidos y errantes.
Y al pensar cuán hipócritas y crueles
los tristes dioses son, que os han vencido,
y rigen hoy a los humanos fieles;
zorros, que de cordero blancas pieles,
por mejor dominarlos han vestido,
combatir por vosotros yo quisiera,
llena el alma de cólera sombría,
y los nuevos altares destruyera
y vuestro buen derecho defendiera
perfumado de amor y de ambrosía.
Yo los antiguos templos renovara,
poblándolos de víctimas y flores,
y a los pies de vuestra ara,
a los profundos cielos brilladores
los suplicantes brazos levantara.
Cierto es que al revolver de las edades,
en toda fiera lid, los vencedores
os tuvieron propicias ¡oh deidades!;
pero es más noble el corazón humano,
y yo, en vuestros combates repetidos,
tomo parte, aunque en vano,
por los dioses vencidos.
Digo así; los espectros se enrojecen;
míranme tristes con supremo anhelo,
y súbitos después desaparecen.
Cubre la luna tenebroso velo;
brama la mar, y triunfadoras, bellas,
rasgando nubes brillan en el cielo
las eternas estrellas.

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El enigma
Llena la mente de dudas,
llena el alma de tristezas,
un mancebo contemplaba
la mar profunda y desierta,
y a las inconstantes olas
decía de esta manera:

«Explicadme el tenebroso
misterio de la existencia,
el inescrutable enigma,
el viejísimo problema,
el que ocupó noche y día,
tantas humanas cabezas,
unas de asiáticas mitras
o de turbantes cubiertas,
otras, de negro birrete
o de peluca tremenda
y fue, por siglos y siglos,
tormento de todas ellas.
¿Qué es él hombre? ¿Cuál su origen?
¿Cuál su fin? ¿Qué hace en la tierra?
¿Cuál ser es el ser que vive
tras las cerúleas esferas?»

Y las olas inconstantes
gemían su queja eterna:
pasaban las pardas nubes,
soplaba la brisa inquieta,
indiferentes y mudas
fulguraban las estrellas;
¡y allí estaba el pobre loco
aguardando una respuesta!