El Fénix de Heinrich Heine

El Fénix

Pasó un ave, volando del ocaso,
volando hacia el oriente,
volando hacia los límites remotos
de sus patrios vergeles,
hacia el bello país donde los árboles
balsámicos florecen;
donde airosas las palmas se columpian
y brotan frescas fuentes;
y así, volando, el ave prodigiosa
cantaba dulcemente.

-«Le ama la hermosa, le ama sin saberlo;
sin saberlo le quiere;
siempre lleva su imagen en el alma;
pero escondida siempre.
Sólo en la vaga sombra de sus sueños
gentil se le aparece,
y ella entonces, le besa entrambas manos,
suspira, llora, ruégale,
lo llama por su nombre y al nombrarlo
despierta de repente;
los blancos dedos por los ojos pasa
y de sí misma teme,
y es que la hermosa le ama sin saberlo,
sin saberlo le quiere».

Al pie del mástil del velero buque,
inmóvil sobre el puente,
escuchaba feliz el dulce canto
del peregrino fénix.
Las alteradas olas, cual si fueran
verdinegros corceles,
luengas crines de plata sacudían,
a lo lejos perdiéndose;
tropel de cisnes con abiertas alas
fingían los bajeles;
en el eterno azul, blancas brillaban
las nubecillas tenues,
y en medio de ellas la encendida hoguera
del luminar celeste,
rosa inmortal del firmamento puro,
faro resplandeciente,
a quien brindan los cielos y los mares
espejos y doseles.
Y los cielos y el mar y el alma mía
en concierto solemne,
formaban solo un eco repitiendo:
«¡Le quiere, sí, le quiere!»