Ensueños - 8 - de Heinrich Heine

- 8 -

De la casa yo volvía
donde tengo mis amores,
vagando entre las fantásticas
sombras de la media noche.
Pasé junto al Camposanto;
miré adentro, y parecióme
que las tumbas, entreabiertas,
me llamaban sin dar voces.
Acerquéme hacia el sepulcro
del juglar, en cuyos bordes
quebraba incierta la luna
sus pálidos resplandores.
Un espectro vaporoso
surgió a mis ojos entonces,
y me dijo: «¡Bienvenido,
hermano! Acércate y oye».
Era el juglar en persona:
sobre el sepulcro sentóse:
pulsé con diestra convulsa
vihuela de ásperos sones
y así comenzó sus trovas,
con voz agria y desacorde.

«Cítara, ¿la canción ya no recuerdas
que hizo vibrar tus palpitantes cuerdas
y encendió el alma en fuego abrasador?
La llama el ángel beatitud celeste;
suplicio eterno, la precita hueste;
La humanidad, ¡amor!»

Todas las tumbas se abrieron
al pronunciar este nombre;
alzáronse mil espectros;
acercáronse veloces,
y cantaron, dando vueltas,
en espantoso desorden.

«Tú los ojos nos cerraste;
tú a la huesa nos echaste,
¡amor, implacable amor!
¿Por qué, ni en la noche obscura
de la misma sepultura,
nos dejas en paz, traidor?»

Así gruñían y aullaban,
dando alaridos feroces;
y el Juglar, en medio de ellos,
sentado en la tumba, inmóvil,
arañaba la vihuela
con extrañas contorsiones.

«¡Qué baraúnda! ¡Qué ruido!
¡Qué tropel! ¡Qué confusión!
Gentes sin ley ni sentido,
bien habéis obedecido
mi mágica evocación.
Cual marmota en su guarida,
en la tumba aborrecida
yacemos sin respirar;
hoy recobramos la vida;
¡a reír, pues, y a gozar!
Fueron nuestro afán las bellas,
y corrimos tras sus huellas
on rabioso frenesí:
venid; hablaremos de ellas:
no nos oye nadie aquí.
Cada cual su historia cuente;
cada cual su mal lamente,
y refiera sin temor
cuándo y cómo le hincó el diente
la jauría del amor».

Una escuálida estantigua
salió del tropel indócil:
avanzó unos cuantos pasos;
y dijo así con voz torpe.

«Aprendiz era de sastre;
siempre dale que le das,
con el dedal y la aguja,
con la aguja y el dedal.
Hábil era cual ninguno
en zurcir y en remendar,
con el dedal y la aguja,
con la aguja y el dedal.
La sobrina del maestro
me pareció una deidad,
con el dedal y la aguja,
con la aguja y el dedal.
El corazón traspasóme
y aquí he venido a parar,
con el dedal y la aguja,
con la aguja y el dedal».

Con tremendas carcajadas
acogieron sus razones:
con paso grave y solemne
otro espectro adelantóse.

«El bandido generoso
era mi noble ideal;
de su gloria estaba ansioso:
turbaba, a más, mi reposo
una mujer celestial.
Lloré su arrogancia austera,
y turbada la razón,
mi mano -¿quién lo dijera?-
hundióse en la faltriquera
de un vecino ricachón.
Un sayón de bajo vuelo
atrapóme, sin pensar
que quise en mi desconsuelo,
los lloros con el pañuelo
de mi vecino enjugar.
¡No fue ligero el bromazo!
doblar me hizo el espinazo,
y en la casa negra di,
que abrió el maternal regazo
benéfica para mí.
Áspero cordel tejiendo,
allí me fui consumiendo,
pensando siempre en mi amor:
tomé un berrinche tremendo,
y reventé a lo mejor».

Con tremendas carcajadas
acogieron sus razones:
muy pintado y relamido
salió otro fantasma entonces.

«Yo fui rey de las tablas: cifré todo mi anhelo
en los papeles tiernos de amante y de galán:
los bofes arrojaba, gritando: '¡Santo Cielo!'
y suspiraba flébil después: '¡Mi dulce imán!'
Era María Stuardo mi amor: ¡oh, cuán hermosa
brilló siempre a mis ojos! Constante Mortimer,
la devoré sediento con mi pupila ansiosa;
mas ella jamás quiso mis guiños comprender.
Un día, medio loco, grité con voz ahogada:
'¡María! ¡Oh santa! ¡Oh mártir! Contigo también voy'.
Saqué el puñal del cinto; me di la puñalada;
se me escapó la mano convulsa, y aquí estoy!»

Con tremendas carcajadas
acogieron sus razones:
un estudiante afligido
vino después dando voces.

«En su sitial peroraba
el tétrico profesor;
a su lado yo, en un banco,
dormía como un lirón,
soñando siempre con su hija,
que era más bella que el sol.
Mil veces en su ventana
cariñosa me miró:
¡Hermosa flor de las flores!
¡Prenda de mi corazón!
Un majadero muy rico
cogió aquella hermosa flor.
Invoqué a todos los dioses
contra la infiel y el traidor;
eché solimán al vino;
mis ruegos la muerte oyó;
y cual buenos camaradas
nos abrazamos los dos».

Con tremendas carcajadas
acogieron sus razones:
y salió al frente otro espectro
arrastrando soga innoble.

«De dos cosas se alababa
el conde cuando bebía:
de las joyas que guardaba
y de la hija que tenía.
Tus joyas guarda y esconde;
no te las roben jamás:
la hija que tienes, buen conde,
es lo que me gusta más.
Bajo llaves y cerrojos
guardaba sus dos amores;
iban siempre con cien ojos
rondando sus servidores.
Pero, cerrojos y llaves,
¿qué me importaban a mí?
La escala de cuerdas suaves
arrojé al muro, y subí.
Penetré por la ventana
de la hermosa prenda mía;
y escuché al punto cercana
una voz que así rugía:
'¿Te faltan acompañantes?
Conmigo, infame, vas bien:
si te gustan los diamantes,
a mí me gustan también.'
Era el conde, y al momento
puso en mi sus toscas manos
el enjambre turbulento
de esbirros y de villanos.
'Nadie me toque ni ofenda:
no soy cobarde ladrón;
sólo he robado una prenda,
es un tierno corazón.'
Nadie mis explicaciones
escucha, ni por mí aboga;
ya sus bárbaros sayones
échanme al cuello la soga.
Y al asomar por Oriente
el astro matutinal,
mi cadáver vio pendiente
del travesaño fatal».

Con tremendas carcajadas
acogieron sus razones:
con la cabeza en las manos,
otra sombra presentóse.

«Bajo el brazo la escopeta,
y el alma de amor, repleta,
a cazar al monte fui;
¡Qué graznidos en la umbría!
Era el cuervo que decía:
'¡Ay desdichado de ti!'
Buscaba de loma en loma
una cándida paloma
para obsequiar a mi amor;
y en los troncos y en las ramas,
y en jarales y en retamas
clavaba el ojo avizor.
Oí suspiros distantes:
'Serán tórtolas amantes'
pensé, y en su busca fui.
Al llegar a un bosquecillo,
miré y preparé el gatillo:
¡cielos santos, lo que vi!
Era la tórtola mía
y en sus brazos la oprimía
un doncel con tierno afán.
'¡Ojo cazador certero!'
sonó el tiro justiciero;
rodó por tierra el galán.
Entre esbirros inhumanos,
agarrotadas las manos,
pasé después por allí:
¡qué graznidos en la umbría!
Era el cuervo que decía:
'¡Ay desdichado de ti!'»

Con tremendas carcajadas
acogieron sus razones:
y el juglar con esta copla
dio al concierto fin y postre:

«Hechicera canción cantaba un día;
la hechicera canción acabó ya:
helóse el corazón que ella encendía,
y cuando el nido maternal se enfría,
el pájaro se va».

Sonaron las carcajadas
más fuertes y más feroces;
dieron vueltas y más vueltas
fantasmas y fantasmones;
tocó la campana la una
en el reloj de la torre;
y cada espectro en su huesa
aullando precipitóse.