- 5 -
¿Qué inesperada fiebre me devora?
¿Qué ponzoñosa indignación me inflama?
Hierve en mis venas sangre abrasadora;
arde en mi pecho repentina llama.
Un sueño -¡triste augurio del destino!-
mi pobre corazón hizo pedazos:
el hijo infausto de la Noche vino
y palpitante me llevó en sus brazos.
Transportóme en sus brazos voladores
a una mansión magnífica y brillante;
todo eran luces, músicas y flores:
abierto un salón vi; pasé adelante.
Allí, nupcial festín: mesa fastuosa
estaba ya servida y bien poblada.
A los novios miré: la nueva esposa
-¡qué sorpresa, gran Dios! -¡era mi amada!
Era mi amada, como siempre, bella:
y era un desconocido el nuevo esposo.
acerquéme temblando, y detrás de ella
aguardé conmovido y silencioso.
La música sonaba, y de amargura
llenaba, aún más, mi corazón herido:
ella estaba radiante de ventura;
él su mano estrechaba embebecido.
Y llenando la copa transparente,
la probaba, y después se la ofrecía:
ella, al labio llevábala sonriente
y era mi sangre ¡ay Dios! lo que bebía.
Una manzana de purpúreo brillo,
ella, amorosa, entonces le brindaba;
hincaba él en la fruta su cuchillo;
¡y era en mi corazón donde lo hincaba!
Mirábala después con embeleso,
tendía a su cintura el brazo fuerte,
besábala por fin, ¡y el glacial beso
sentía yo de la aterida Muerte!
Hablar quería, pero el labio mío
mudo estaba al reproche y a la queja;
la música rompió con mayor brío;
lanzóse al baile la feliz pareja.
Giró en torno de mí vertiginosa
la multitud gentil y alborozada;
el esposo, en voz baja, habló a la esposa,
que encendida le oyó, más no enojada.
Y huyendo la enfadosa compañía,
salieron del salón con pie furtivo;
yo les quise seguir, y no podía:
estaba medio muerto y medio vivo.
Junté las fuerzas que el dolor nos roba,
y por palpar mi desventura cierta
llegué arrastrando a la nupcial alcoba,
y dos viejas horribles vi a la puerta.
Era una la Locura, otra la Muerte,
espectros al umbral acurrucados,
que un dedo seco, tembloroso, inerte,
posaban en los labios descarnados.
Horror, espanto y duelo, todo junto,
lanzó en un grito el alma desgarrada;
después, eché a reír, y en aquel punto
me despertó mi propia carcajada.
¿Qué inesperada fiebre me devora?
¿Qué ponzoñosa indignación me inflama?
Hierve en mis venas sangre abrasadora;
arde en mi pecho repentina llama.
Un sueño -¡triste augurio del destino!-
mi pobre corazón hizo pedazos:
el hijo infausto de la Noche vino
y palpitante me llevó en sus brazos.
Transportóme en sus brazos voladores
a una mansión magnífica y brillante;
todo eran luces, músicas y flores:
abierto un salón vi; pasé adelante.
Allí, nupcial festín: mesa fastuosa
estaba ya servida y bien poblada.
A los novios miré: la nueva esposa
-¡qué sorpresa, gran Dios! -¡era mi amada!
Era mi amada, como siempre, bella:
y era un desconocido el nuevo esposo.
acerquéme temblando, y detrás de ella
aguardé conmovido y silencioso.
La música sonaba, y de amargura
llenaba, aún más, mi corazón herido:
ella estaba radiante de ventura;
él su mano estrechaba embebecido.
Y llenando la copa transparente,
la probaba, y después se la ofrecía:
ella, al labio llevábala sonriente
y era mi sangre ¡ay Dios! lo que bebía.
Una manzana de purpúreo brillo,
ella, amorosa, entonces le brindaba;
hincaba él en la fruta su cuchillo;
¡y era en mi corazón donde lo hincaba!
Mirábala después con embeleso,
tendía a su cintura el brazo fuerte,
besábala por fin, ¡y el glacial beso
sentía yo de la aterida Muerte!
Hablar quería, pero el labio mío
mudo estaba al reproche y a la queja;
la música rompió con mayor brío;
lanzóse al baile la feliz pareja.
Giró en torno de mí vertiginosa
la multitud gentil y alborozada;
el esposo, en voz baja, habló a la esposa,
que encendida le oyó, más no enojada.
Y huyendo la enfadosa compañía,
salieron del salón con pie furtivo;
yo les quise seguir, y no podía:
estaba medio muerto y medio vivo.
Junté las fuerzas que el dolor nos roba,
y por palpar mi desventura cierta
llegué arrastrando a la nupcial alcoba,
y dos viejas horribles vi a la puerta.
Era una la Locura, otra la Muerte,
espectros al umbral acurrucados,
que un dedo seco, tembloroso, inerte,
posaban en los labios descarnados.
Horror, espanto y duelo, todo junto,
lanzó en un grito el alma desgarrada;
después, eché a reír, y en aquel punto
me despertó mi propia carcajada.