VIII : Aventura inexplicable
Tras grave asunto, a juzgar
por lo que van espoleando,
corren dos hombres, cruzando
a caballo un olivar.
No está la noche muy clara,
más bien se ve al pie de un cerro
una cruz grande de hierro
que dos caminos separa.
Y de advertir fácil es,
aun a los ojos peores,
que son dos los corredores,
y los caballos son tres.
Echó pie a tierra el primero,
y al dar la brida al de atrás,
le dijo: «Aquí esperarás»;
y el otro dijo: «Aquí espero.»
Y hacia el convento avanzando,
del caballero en la obscura
sombra se fue la figura,
hasta perderse, menguando.
Y aquí, ¡oh mi lector amigo!
fuerza será que convengas
en que es preciso que vengas
hacia el convento conmigo.
Sigue mi camino, pues,
y de una verja detrás,
un atrio acaso hallarás
a pocos pasos que des.
Sube tres gradas, si puedes,
da un paso más, y con él
tocarás en el cancel,
donde es fuerza que te quedes.
¿Ves un hombre que, embozado,
encorvando la figura,
por la estrecha cerradura
en mirar está ocupado?
Acércate sin temor,
que lo que alcanza por dentro,
no haca temible el encuentro
del Capitán reñidor.
Tú, lector, preguntarás:
-¿Conque el Capitán es ése?
El mismo, mas que te pese;
pero hazte un poquito atrás,
porque levantando el brazo,
empuja a espacio la puerta.
Entró, y dejándola incierta,
sopló el aire y dió un portazo.
Mas veo, lector, que dices,
sin que pueda replicarte,
que esto es, llamándote, darte
con la puerta en las narices.
Mas tu impaciencia sosiega,
todo lo presenciarás,
que del poeta, a eso y más
el poder mágico llega.
Está el Capitán en pie
en medio de la ancha nave,
y a la verdad que no sabe
ni qué pasa, ni qué ve.
El templo mira enlutado
con lúgubre terciopelo,
mucha gente haciendo duelo,
y un féretro en medio alzado.
Vense en el paño del túmulo
entrelazados blasones,
y a la luz de los blandones
un cadáver en su cúmulo.
Monjes le rezan en coro
tristísimos funerales,
y le alumbran con ciriales
pajes de libreas de oro.
La muchedumbre que asiste,
y que la tumba rodea,
dado que bien no se vea,
se ve que de noble viste.
Y parece que al bajar
el que ha finado a su nicho,
memoria tuvo capricho
de su opulencia en dejar.
Y al par que su eterna calma
las oraciones consuman,
mirras y esencias perfuman
la despedida del alma.
Música triste le aduerme,
salmodias le santifican,
e hisopos le purifican
el cuerpo, que yace inerme.
Mas aquellas oraciones
y responsorios precisos,
llevan de anatema visos
y planta de maldiciones.
A veces son sus compases
hondos, siniestros, horribles,
murmurando incomprensibles,
negras e incógnitas frases.
En son lento, ronco y quedo
se hacen oir otras veces,
y entonces aquellas preces
hiela los huesos de miedo.
Otras semejan aullidos
discordes, desesperados,
lamentos de condenados
de los infiernos salidos.
Otras lejanos rumores,
cual de tormentas, se escuchan,
o de ejércitos que luchan,
los espantosos clamores.
Y siempre siendo los mismos
los sones que se levantan,
responsos a un tiempo cantan
y murmuran exorcismos.
Atónito de la escena
extraña y aterradora
que encuentra tan a deshora
y le asombra y enajena,
don César, con paso lento,
entre la turba mezclado,
dirigióse A un enlutado
que oraba en aquel momento,
-¿Quién es el muerto, sabéis,
dijo, a quien rezando están?
Y él respondió: -El capitán
Montoya: ¿le conocéis?-
Mudo quedó de sorpresa
don César oyendo tal,
mas no lo tomó tan mal
como tal vez le interesa.
Volviólo la espalda, pues,
diciendo:-Me ha conocidoy burlárseme ha querido;
mas luego veré quién es.-
Siguió la iglesia adelante,
y una capilla al cruzar,
vio un sepulcro preparar,
entre otros varios vacante;
y a un personaje que halló
de luto, y que parecía
que el trabajo dirigía,
el Capitán se acercó.
-¿Para quién abren la hoya?
le dijo; y el enlutado
le contestó de contado:
-Para el capitán Montoya.-
Mudósele la color
a don César; mas repuesta
su calma, al de la respuesta
volvió entre risa y furor.
Miróle de arriba abajo,
pero no le conoció;
segunda vez le miró,
pero fue inútil trabajo.
Ni recordó que quizás
le hubiese visto la cara,
ni imaginó que la hallara
tan repugnante jamás,
que encontró en ella tal gesto
de aterradora hediondez,
que por no verla otra vez,
dejó caviloso el puesto.
Fuése a otro punto a situar,
diciendo:-¡Ese hombre estremece!
De aquel sepulcro parece
que le acaban de sacar-
Uno tras otro se puso,
a contemplar los que vía,
mas a nadie conocía,
de lo que andaba confuso.
Tenían todos las caras
descoloridas y secas,
y dijeran que eran huecas,
a más de antiguas y raras.
Cansado de fiesta tal,
y a impulso de una aprensión,
llegóse a un noble varón
que oraba con un cirial.
Cabe él la rodilla apoya,
y dícele ya con miedo:
-¿Quién es el muerto? -y muy quedo
contestó el otro: -Montoya.-
Del catafalco a los pies
llegó entonces decidido,
de aquella duda impelido,
a ver el muerto quién es.,
Por los monjes atropella,
trepa al túmulo, la caja
descubre, ase la mortaja,
y él mismo se encuentra en ella.
Miró y remiró, y palpó
con afán hondo y prolijo,
y al fin consternado dijo:
-¡Cielo santo, y quién soy yo!
Miró la visión horrenda
una y otra y otra vez,
y nunca más que a sí mismo
en aquel féretro ve.
Aquel es su mismo entierro,
su mismo semblante aquel:
no puede quedarle duda,
su mismo cadáver es.
En vano se tienta ansioso;
los ojos cierra, por ver
si la ilusión se deshace,
si obra de sus ojos fue.
Ase su doble figura,
la agita, ansiando creer
que es máscara puesta en otro
que se le parece a él.
Vuelve y revuelve el cadáver
y le torna a revolver;
cree que sueña, y se sacude
porque despertarse cree,
y tiende el triste los ojos
desencajados, doquier.
Mas ¡nuevo prodigio! Mira
a las puertas, y al dintel
ve que despiden el duelo,
de duelo henchidos también,
don Fadrique y doña Diana,
que arrastran luto por él.
Baja, les tiende los brazos,
les nombra, cae a sus pies.
-Miradme, les dice atónito,
Montoya soy, vedme bien.
Y ellos le miran estúpidos
sin poderle conocer,
e inclinando las cabezas,
replican: -Montoya fue.-
Entonces, desesperado
con angustia tan cruel,
vase otra vez hacia el muerto
demandándole quién es.
-¿No hay quien sepa aquí quién soy?
¿No hay a salvarme poder?-
Y allá desde el presbiterio,
de las rejas al través,
oyó una voz que decía:
-Sí, te conozco, mi bien:
abre; ¿qué tardas? Partamos:
yo soy tu amor, soy tu Inés.
Y los brazos le tendía
la de Alvarado también,
de la reja tentadora
tras el cuádruple cancel.
Mas viéndola cual espectro
que le persigue a su vez,
gritaba él:-Aparta, aparta;
¿que soy cadáver no ves?
Y apenas palabras tales
pronunció, cuando tras él
vio llegarse aquel fantasma
cuyo gesto de hediondez
le hizo miedo, y no le pudo
recordar ni conocer.
Contemplóle de hito en hito,
le asió del brazo después,
y así con voz espantosa
vio que le dijo: -¡Pardiez!
Tú eres quien cambia conmigo;
a mi sepultura ven.-
Y a esta horrorosa sentencia,
ya sin poderse valer,
cayó en el suelo Montoya,
falto de aliento y de pies.
-¿Dónde estoy? ¿Qué es de mi vida?
¿Respiro aún? exclamó
Montoya abriendo los ojos,
con desfallecida voz.
-Señor, estáis en mis brazos.
-¿Eres tú, Ginés?
-Yo soy.
-¿Dónde estamos?
-En la cruz.
-¿Del olivar?
-Sí, señor.
-¿No estuve yo en el convento?
Pues ¿quién de allí me sacó?
-Yo fui, señor.
-¡Tú, Ginés!
-Perdonad; temí por vos,
y viendo que el tiempo andaba
y ni seña ni rumor
esperanza me infundían,
tras vos eché.
-¡Santo Dios!
¿Y llegastes.....
-A la iglesia.
-¿Atraído por el son,
-Señor, no he oído nada.
¿No os lo dije?
-¿Cómo no?
¿Dentro la iglesia no vistes
los enlutados en pos
de mi cadáver? -Miróle
absorto de admiración
el mozo, y dijo:-Soñamos,
o vos, don César, o yo.
Ni vi, ni oí cosa alguna.
-¿Conque es mía esa visión?
¡A mis ojos solamente
horrenda se presentó!
¿No vistes conmigo a nadie?
-Os juro a mi salvación,
que solo os hallé tendido
al pie del altar mayor;
y viendo el peligro doble
del sitio y la situación,
ni me detuve a pensar
si estabais herido o no;
cargué con vos y me vine;
ni oí ni vi más, señor.
Calló Ginés, y don César,
a estas palabras quedó
distraído y abismado
en honda meditación.
Mirábale de hito en hito
Ginés, que aterrado vio
de la faz del Capitán
la extraña transformación.
Desencajados los ojos,
palidecido el color,
torvo el mirar, parecía,
más que vivo, aparición.
Sentado en el pedestal
de la cruz, do él le posó,
inmóvil permanecía
sin fuerza y sin intención,
amarrado a un pensamiento
que bullía en su interior,
y que se vía que todas
las potencias le absorbió,
como quien mira aterrado
negra y horrible visión
que le borra de los ojos
cuanto existe en derredor.
Temeroso el buen criado
por su juicio y su razón,
dirigióle atentas frases
con afán consolador.
Mas él ni tornó los ojos
ni a sus voces respondió,
ni agradeció sus cuidados,
que en nada puso atención;
y al cabo de largo trecho,
con repentino vigor
levantándose en silencio,
en su corcel cabalgó.
Hincóle los acicates,
y el poderoso bridón,
tras un poderoso brinco,
á todo escape salió.
Santiguóse el buen Ginés,
y en su ruin superstición,
dijo: -¿Si tendrá los malos?
Y a escape tras él echó.
Tras grave asunto, a juzgar
por lo que van espoleando,
corren dos hombres, cruzando
a caballo un olivar.
No está la noche muy clara,
más bien se ve al pie de un cerro
una cruz grande de hierro
que dos caminos separa.
Y de advertir fácil es,
aun a los ojos peores,
que son dos los corredores,
y los caballos son tres.
Echó pie a tierra el primero,
y al dar la brida al de atrás,
le dijo: «Aquí esperarás»;
y el otro dijo: «Aquí espero.»
Y hacia el convento avanzando,
del caballero en la obscura
sombra se fue la figura,
hasta perderse, menguando.
Y aquí, ¡oh mi lector amigo!
fuerza será que convengas
en que es preciso que vengas
hacia el convento conmigo.
Sigue mi camino, pues,
y de una verja detrás,
un atrio acaso hallarás
a pocos pasos que des.
Sube tres gradas, si puedes,
da un paso más, y con él
tocarás en el cancel,
donde es fuerza que te quedes.
¿Ves un hombre que, embozado,
encorvando la figura,
por la estrecha cerradura
en mirar está ocupado?
Acércate sin temor,
que lo que alcanza por dentro,
no haca temible el encuentro
del Capitán reñidor.
Tú, lector, preguntarás:
-¿Conque el Capitán es ése?
El mismo, mas que te pese;
pero hazte un poquito atrás,
porque levantando el brazo,
empuja a espacio la puerta.
Entró, y dejándola incierta,
sopló el aire y dió un portazo.
Mas veo, lector, que dices,
sin que pueda replicarte,
que esto es, llamándote, darte
con la puerta en las narices.
Mas tu impaciencia sosiega,
todo lo presenciarás,
que del poeta, a eso y más
el poder mágico llega.
Está el Capitán en pie
en medio de la ancha nave,
y a la verdad que no sabe
ni qué pasa, ni qué ve.
El templo mira enlutado
con lúgubre terciopelo,
mucha gente haciendo duelo,
y un féretro en medio alzado.
Vense en el paño del túmulo
entrelazados blasones,
y a la luz de los blandones
un cadáver en su cúmulo.
Monjes le rezan en coro
tristísimos funerales,
y le alumbran con ciriales
pajes de libreas de oro.
La muchedumbre que asiste,
y que la tumba rodea,
dado que bien no se vea,
se ve que de noble viste.
Y parece que al bajar
el que ha finado a su nicho,
memoria tuvo capricho
de su opulencia en dejar.
Y al par que su eterna calma
las oraciones consuman,
mirras y esencias perfuman
la despedida del alma.
Música triste le aduerme,
salmodias le santifican,
e hisopos le purifican
el cuerpo, que yace inerme.
Mas aquellas oraciones
y responsorios precisos,
llevan de anatema visos
y planta de maldiciones.
A veces son sus compases
hondos, siniestros, horribles,
murmurando incomprensibles,
negras e incógnitas frases.
En son lento, ronco y quedo
se hacen oir otras veces,
y entonces aquellas preces
hiela los huesos de miedo.
Otras semejan aullidos
discordes, desesperados,
lamentos de condenados
de los infiernos salidos.
Otras lejanos rumores,
cual de tormentas, se escuchan,
o de ejércitos que luchan,
los espantosos clamores.
Y siempre siendo los mismos
los sones que se levantan,
responsos a un tiempo cantan
y murmuran exorcismos.
Atónito de la escena
extraña y aterradora
que encuentra tan a deshora
y le asombra y enajena,
don César, con paso lento,
entre la turba mezclado,
dirigióse A un enlutado
que oraba en aquel momento,
-¿Quién es el muerto, sabéis,
dijo, a quien rezando están?
Y él respondió: -El capitán
Montoya: ¿le conocéis?-
Mudo quedó de sorpresa
don César oyendo tal,
mas no lo tomó tan mal
como tal vez le interesa.
Volviólo la espalda, pues,
diciendo:-Me ha conocidoy burlárseme ha querido;
mas luego veré quién es.-
Siguió la iglesia adelante,
y una capilla al cruzar,
vio un sepulcro preparar,
entre otros varios vacante;
y a un personaje que halló
de luto, y que parecía
que el trabajo dirigía,
el Capitán se acercó.
-¿Para quién abren la hoya?
le dijo; y el enlutado
le contestó de contado:
-Para el capitán Montoya.-
Mudósele la color
a don César; mas repuesta
su calma, al de la respuesta
volvió entre risa y furor.
Miróle de arriba abajo,
pero no le conoció;
segunda vez le miró,
pero fue inútil trabajo.
Ni recordó que quizás
le hubiese visto la cara,
ni imaginó que la hallara
tan repugnante jamás,
que encontró en ella tal gesto
de aterradora hediondez,
que por no verla otra vez,
dejó caviloso el puesto.
Fuése a otro punto a situar,
diciendo:-¡Ese hombre estremece!
De aquel sepulcro parece
que le acaban de sacar-
Uno tras otro se puso,
a contemplar los que vía,
mas a nadie conocía,
de lo que andaba confuso.
Tenían todos las caras
descoloridas y secas,
y dijeran que eran huecas,
a más de antiguas y raras.
Cansado de fiesta tal,
y a impulso de una aprensión,
llegóse a un noble varón
que oraba con un cirial.
Cabe él la rodilla apoya,
y dícele ya con miedo:
-¿Quién es el muerto? -y muy quedo
contestó el otro: -Montoya.-
Del catafalco a los pies
llegó entonces decidido,
de aquella duda impelido,
a ver el muerto quién es.,
Por los monjes atropella,
trepa al túmulo, la caja
descubre, ase la mortaja,
y él mismo se encuentra en ella.
Miró y remiró, y palpó
con afán hondo y prolijo,
y al fin consternado dijo:
-¡Cielo santo, y quién soy yo!
Miró la visión horrenda
una y otra y otra vez,
y nunca más que a sí mismo
en aquel féretro ve.
Aquel es su mismo entierro,
su mismo semblante aquel:
no puede quedarle duda,
su mismo cadáver es.
En vano se tienta ansioso;
los ojos cierra, por ver
si la ilusión se deshace,
si obra de sus ojos fue.
Ase su doble figura,
la agita, ansiando creer
que es máscara puesta en otro
que se le parece a él.
Vuelve y revuelve el cadáver
y le torna a revolver;
cree que sueña, y se sacude
porque despertarse cree,
y tiende el triste los ojos
desencajados, doquier.
Mas ¡nuevo prodigio! Mira
a las puertas, y al dintel
ve que despiden el duelo,
de duelo henchidos también,
don Fadrique y doña Diana,
que arrastran luto por él.
Baja, les tiende los brazos,
les nombra, cae a sus pies.
-Miradme, les dice atónito,
Montoya soy, vedme bien.
Y ellos le miran estúpidos
sin poderle conocer,
e inclinando las cabezas,
replican: -Montoya fue.-
Entonces, desesperado
con angustia tan cruel,
vase otra vez hacia el muerto
demandándole quién es.
-¿No hay quien sepa aquí quién soy?
¿No hay a salvarme poder?-
Y allá desde el presbiterio,
de las rejas al través,
oyó una voz que decía:
-Sí, te conozco, mi bien:
abre; ¿qué tardas? Partamos:
yo soy tu amor, soy tu Inés.
Y los brazos le tendía
la de Alvarado también,
de la reja tentadora
tras el cuádruple cancel.
Mas viéndola cual espectro
que le persigue a su vez,
gritaba él:-Aparta, aparta;
¿que soy cadáver no ves?
Y apenas palabras tales
pronunció, cuando tras él
vio llegarse aquel fantasma
cuyo gesto de hediondez
le hizo miedo, y no le pudo
recordar ni conocer.
Contemplóle de hito en hito,
le asió del brazo después,
y así con voz espantosa
vio que le dijo: -¡Pardiez!
Tú eres quien cambia conmigo;
a mi sepultura ven.-
Y a esta horrorosa sentencia,
ya sin poderse valer,
cayó en el suelo Montoya,
falto de aliento y de pies.
-¿Dónde estoy? ¿Qué es de mi vida?
¿Respiro aún? exclamó
Montoya abriendo los ojos,
con desfallecida voz.
-Señor, estáis en mis brazos.
-¿Eres tú, Ginés?
-Yo soy.
-¿Dónde estamos?
-En la cruz.
-¿Del olivar?
-Sí, señor.
-¿No estuve yo en el convento?
Pues ¿quién de allí me sacó?
-Yo fui, señor.
-¡Tú, Ginés!
-Perdonad; temí por vos,
y viendo que el tiempo andaba
y ni seña ni rumor
esperanza me infundían,
tras vos eché.
-¡Santo Dios!
¿Y llegastes.....
-A la iglesia.
-¿Atraído por el son,
-Señor, no he oído nada.
¿No os lo dije?
-¿Cómo no?
¿Dentro la iglesia no vistes
los enlutados en pos
de mi cadáver? -Miróle
absorto de admiración
el mozo, y dijo:-Soñamos,
o vos, don César, o yo.
Ni vi, ni oí cosa alguna.
-¿Conque es mía esa visión?
¡A mis ojos solamente
horrenda se presentó!
¿No vistes conmigo a nadie?
-Os juro a mi salvación,
que solo os hallé tendido
al pie del altar mayor;
y viendo el peligro doble
del sitio y la situación,
ni me detuve a pensar
si estabais herido o no;
cargué con vos y me vine;
ni oí ni vi más, señor.
Calló Ginés, y don César,
a estas palabras quedó
distraído y abismado
en honda meditación.
Mirábale de hito en hito
Ginés, que aterrado vio
de la faz del Capitán
la extraña transformación.
Desencajados los ojos,
palidecido el color,
torvo el mirar, parecía,
más que vivo, aparición.
Sentado en el pedestal
de la cruz, do él le posó,
inmóvil permanecía
sin fuerza y sin intención,
amarrado a un pensamiento
que bullía en su interior,
y que se vía que todas
las potencias le absorbió,
como quien mira aterrado
negra y horrible visión
que le borra de los ojos
cuanto existe en derredor.
Temeroso el buen criado
por su juicio y su razón,
dirigióle atentas frases
con afán consolador.
Mas él ni tornó los ojos
ni a sus voces respondió,
ni agradeció sus cuidados,
que en nada puso atención;
y al cabo de largo trecho,
con repentino vigor
levantándose en silencio,
en su corcel cabalgó.
Hincóle los acicates,
y el poderoso bridón,
tras un poderoso brinco,
á todo escape salió.
Santiguóse el buen Ginés,
y en su ruin superstición,
dijo: -¿Si tendrá los malos?
Y a escape tras él echó.