El capitán Montoya - VII - de José Zorrilla

VII : Doña Inés

Cerraron en un convento
a doña Inés de Alvarado,
y obraron con poco tiento,
porque jamás fue su intento
tomar tan bendito estado.
Niña alegre y bulliciosa,
de noble estirpe nacida,
pensó, libre mariposa,
de volar de rosa en rosa
por el jardín de la vida.
Con dos ojos que hallan poca
la luz del brillante sol,
y una mente inquieta y loca,
¿quién puso bajo una toca
corazón tan español?
¿Qué valen las. celosías
que la aprisionan el ver,
si en sus bellas fantasías
adora todos los días
sus delirios de mujer?
¿Qué importa ¡pese a su estrella!
que algunos doctores viejos
nieguen el mundo para ella,
si presintiéndose bella,
se encuentra con los espejos?
Y ¿qué la importan los sones
del salterio sacrosanto,
si las lindas tentaciones
de otro dios y otras canciones
se la acuerdan entretanto?
¿Cómo abrazar las espinas
del ayuno y la oración
como exigencias divinas,
si hay otras que están ladinas
punzándola el corazón?
¿Para qué son sus sentidos
si de nada han de gozar?
¿Qué fue para los nacidos
el mundo a que son venidos,
si en venir han de pecar?
¿Qué sirven de sus cabellos
los mal mutilados rizos,
si no ha de prender en ellos
una flor, que hará más bellos
sus ojos antojadizos?
Doquier que su sombra alcanza,
curiosa va tras su sombra
con afanosa esperanza,
y el pie se ensaya en la danza
doquiera que halla una alfombra.
Doquier que hablan de virtud,
la causa secreta estudia
de su secreta inquietud;
doquier que encuentra un laúd,
un himno de amor preludia.
Tal vez a solas mirando
de su mansión los cerrojos,
las horas pasó soñando,
y se encontró, despertando,
con lágrimas en los ojos.
Tal vez desde una ventana
al ver la inmensa campiña
donde cruza una aldeana,
trocar su sayal de lana
quiso por una basquiña.
Tal vez al tomar su aguja
y al bordar un santo nombre,
la santa labor estruja;
que audaz tentación la empuja
a delinear el de un hombre.
Y así se la van los días
en suspirar y gemir,
por las bóvedas sombrías
de las largas galerías
que la habrán de ver morir.
Y sus ojos se marchitan,
y sus labios palidecen,
y sus pies se debilitan,
y sus delirios la irritan,
y sus pesadumbres crecen.
¡Oh, que al abrir un convento
a doña Inés de Alvarado,
obraron con poco tiento,
que bien se ve que su intento
no la llamaba a su estado!

Pero ¿qué han visto sus ojos,
que serenos y radiantes,
ha días que sin enojos
moderaron los antojos
tras de que corrieron antes?
Ella, que ayer esquivaba.
del templo el cantar sonoro
la oración la cansaba,
hoy de rodillas se clava
ante las rejas del coro.
Ella, que ayer distraída
asistía al gran misterio
del Redentor de la vida,
hoy no quita, embebecida,
los ojos del presbiterio.
Ella, que ayer con el son
del importuno esquilón
dejaba el lecho tardía,
hoy madruga con el día
y adora la creación.
Ella, que ayer descuidada
olvidaba sus labores,
hoy, noche y día afanada,
multiplica delicada
sus bordados y sus flores.
Y salen de su aposento
ofrendas del sentimiento
bajo formas infinitas,
sus labores exquisitas,
que orgullo son del convento.
Mutación inesperada
que a sus hermanas admira;
y la oveja descarriada,
dicen, del pastor llamada,
ya a su redil se retira.
Ya vuelve al dulce reclamo
de la dulce compañía,
y a los cuidados de su amo,
la blanca oveja que huía
tan salvaje como el gamo
nacido en la selva umbría.
Y en secretas reuniones
dándose la enhorabuena,
doblaban las oraciones,
pidiendo a estas intenciones
perseverancia serena.
¡Impertinencia importuna!
¡Oh necias, sin duda alguna,
las pobres siervas de Dios,
si no alcanzasteis ninguna
lo que va de Inés a vos!
Tras recogimiento tanto,
su tez la color recobra,
sus ojos brillo y encanto.....
Y ¿pensáis que el fuego santo
tales maravillas obra?
¿Pensáis que el alma prensada
en la seca soledad
vuelve a una niña apenada
la pura tez sonrosada
y el contento y la humildad?
¡Oh necias, que sin recelos
cubrís el mundo y los ojos
con vuestros benditos velos,
cuando a la luz de los cielos
se ven muy mal sus abrojos!
¡Necias! La blanca ovejuela
que se vuelve a su pastor,
y cuya vuelta os consuela,
es tórtola que se vuela
al reclamo de su amor.
Cuando sus ojos estaban
clavados en el altar,
el altar no contemplaban,
que otros ojos no cesaban
sus ojos de reclamar.
Huir las rejas impiden,
pero, pese a los cerrojos,
lenguas en ojos residen,
y los espacios se miden
con las lenguas de los ojos.
Un hombre la contemplaba,
y un hombre la devoraba
con sus ardientes pupilas,
y doña Inés se abrasaba,
y vosotras.... tan tranquilas.
Ni sorprendisteis su exceso,
ni de la reja a una esquina
visteis que, perdido el seso,
tendió la mano, y que un beso
crujió en la mansión divina.
Ni visteis que, en vez de andar
al toque de los maitines
desde su celda al altar,
solía más tarde entrar
al atrio de los jardines.
Ni hubo de vosotras una
que, del paseo celosa,
abriese ventana alguna,
y viese huir con la luna
una sombra sospechosa.
Ni hubo ningún jardinero
que, al primer canto del gallo,
viese acercarse rastrero
un rondador caballero,
que atrás dejaba un caballo.
Ni os ocurrió que sus flores,
sus vistosos ramilletes
que encontraban compradores,
pudieron de sus amores
guardar ocultos billetes.
Ni la visteis espiando
el sueño de la tornera,
las llaves manoseando,
abierta afición mostrando
del manojo a la tercera.
¡Oh! Que al abrir un convento
a doña Inés de Alvarado,
obraron con poco tiento,
pues ni han mirado su intento,
ni en el Capitán pensado.