El capitán Montoya - IX - de José Zorrilla

IX

Por una puerta secreta
que de los salones sale
a un secreto gabinete,
puede a estas horas mirarse
a don Fadrique y don César,
que, pálidos los semblantes,
plática tienen trabada
de asunto en verdad muy grave.
Demanda con vehemencia
don Fadrique, y contestarle
resiste el otro, en su empeño
ambos por demás tenaces.
El Capitán, asentado
en un sillón, torvo yace,
guardando, pósele al otro,
un silencio inalterable;
y don Fadrique, colérico,
en pie a su lado, las frases
la dirige más violentas
que halló para provocarle.
Dejábale el Capitán
que la ira desahogase,
como si con él no hablara
ni pudieran escucharles.
Y al fin, de calma en su cólera
aprovechando un instante,
dirigióle la palabra
con razones semejantes:
-Todo es inútil, denuestos,
súplicas, amagos, ayes;
el mundo entero no puede
a que os lo diga obligarme.
Un secreto es que conmigo
quiero que al sepulcro baje,
y no ha de saberlo nunca,
desde el sol abajo, nadie.
Si es sueño o delirio mío,
quiero de él aprovecharme;
si es un aviso del cielo,
es imposible excusarle.
Tornó al silencio don César,
y el Duque, que aunque no alcance
la razón, sospecha alguna,
díjole sin ira casi:
-Don César, noble he nacido,
y por mucho que yo os ame,
llevar no puedo en paciencia
sin una excusa un desaire.
Por misterioso o fatal,
por precioso o repugnante
que el secreto sea, ¿creéis
que no sabré yo guardarle?
-Sabéis quién soy, don Fadrique,
y por excusa esto baste,
que no hablaré más en ello
si santos me lo rogasen.
Y aquí, ya de don Fadrique
la cólera desbordándose,
dijo al capitán Montoya
con voz resuelta y pujante:
-¡Vive Dios, señor don César,
que esto no es más que un ultraje
que hacer queréis a mi casa,
y que está pidiendo saiigrel
Si no podéis el motivo
descubrirme que deshace
vuestra boda, satisfecho
de un modo o de otro dejadme.
-Señor Duque, ya está dicho.
Si lo dejo de cobarde,
pues que me debéis la vida,
nadie como vos lo sabe;
pero os juro que, aunque osado
lleguéis hasta abofetearme,
no haréis que por causa alguna
la espada más desenvaine,
ni más me la he de ceñir,
ni más me harán que la saque
cuantas honras y razones
en el universo caben:
mirad, señor don Fadrique,
si el secreto será grande;
y pues veis a lo que obliga,
si hidalgo sois, réspetadle.
Callaron ambos a dos
y continuaron mirándose
como hombres en sus propósitos
igualmente imperturbable.
Al fin dijo don Fadrique
por la estancia paseándose,
como quien duda si debe
satisfacerse o vengarse:
-Señor capitán Montoya,
vida y honor me salvasteis
una noche, y aunque en ésta
me los habéis vuelto tales
que no será mucho tiempo
a restablecerlos fácil,
váyase lo uno por lo otro,
de nada quiero acordarme.
Estamos en paz, don César.
Y continuó paseándose,
y atarazándose un labio
hasta revocar la sangre.
Entonces el Capitán,
con paso medido y grave,
en mitad del aposento
fue decidido a encontrarle;
tendióle la mano, y dijo:
-Pensad, Duque, si es bastante
a dejaros satisfecho
de este misterioso ultraje
mi resolución postrera:
tomad, señor, esas llaves;
de mis inmensos tesoros
haced con justicia partes:
una a Ginés por servirme,
con cuantos muebles hallare;
un hospital o convento
fundad con otra, si os place,
y otra a don Luis de Alvarado,
que gana la apuesta infame
que hice de robar a Dios
la mejor prenda al casarme.
¿Me comprendéis, señor Duque?
Obedecedme y dejadme.
Entregad al de Alvarado
lo que hoy de perder me place;
pero cuidad, don Fadrique,
que no sepa el miserable
que era Inés, su propia hermana,
la prenda que iba a jugarse.-
Y así el Capitán diciendo,
un pliego sin letras ase,
escribe algunas palabras,
lo firma, lo sella y parte.
Quedó don Fadrique atónito,
Ginés rompió en voces y ayes
y en llanto amargo, que al punto
cambió en lágrimas el baile.
Cundió la noticia rápida,
y el escándalo fue grande,
aunque al culpar los efectos,
no acierta la causa nadie.