Romance 8 de Heinrich Heine

- 8 -

Baltasar
Aproxímase ya la media noche;
duerme en paz Babilonia.
En las alturas del augusto alcázar
chispean las antorchas.

Va y viene de la regia servidumbre
la innumerable tropa;
preside Baltasar regio banquete
en su cámara propia.

Los palaciegos, de su dueño en torno,
siéntanse a la redonda;
apuran el licor que centellea
en las fúlgidas copas.

Gritan los bulliciosos comensales;
los vasos entrechocan;
al monarca aburrido, la algazara
deleita y alboroza.

Sus marchitadas, pálidas mejillas
el júbilo arrebola;
el vino, de su ingénita fiereza
los ímpetus provoca.

Crece su audacia; la blasfemia horrible
al labio infame brota;
la cortesana turba la blasfemia
repite, aplaude y loa.

Llama altivo el monarca: un siervo acude
parte, y al punto torna;
y trae, del templo del Señor robados,
los vasos y las joyas.

Con sacrílega diestra un cáliz de oro
el impío rey toma;
lleno está ya del vino del banquete,
tan lleno que rebosa.

Hasta el fondo lo apura, y luego exclama
con palabras de mofa:
«Mira, Dios de Judá, cual te saluda
el rey de Babilonia».

Dice, y al punto en sus entrañas siente
fatídica zozobra;
silencio sepulcral súbito apaga
las carcajadas locas.

¡Mirad! ¡Mirad! Sobre el brillante muro
aparece una sombra;
es una mano que con fuego escribe
palabras misteriosas.

Baltasar en las letras encendidas
clava la vista atónita;
tétrica palidez cubre su rostro
sus rodillas se doblan.

La cortesana grey, despavorida,
queda inmóvil absorta;
vienen los Magos, y las letras miran:
descifrarlas no logran.

Aquella misma noche, antes que el alba
aclarase las sombras,
a manos de los suyos cayó muerto
el rey de Babilonia.