Poema: Ocaso de los dioses de Heinrich Heine

Ocaso de los dioses

Mayo llegó, con sus doradas lumbres,
sus tibios soplos y perfumes suaves;
y abriendo de las pálidas violetas
las azules pupilas, nos saluda.
De hebras de luz y perlas de rocío
teje verde tapiz, bordando flores
la Primavera, y a los hombres llama,
que al llamamiento dóciles acuden.
Calzón de dril y chupa dominguera
el galán viste, con botones de oro;
traje ostenta de cándida blancura
la dama; el boquirrubio mozalbete
se atusa el bozo; y la doncella libre
deja ondular el oprimido seno.
Mete en la faltriquera el vate urbano
los espejuelos, el papel y el lápiz;
y al abierto portal lánzanse todos.
Sobre el césped acampan; los renuevos
admiran de los árboles; arrancan
pintadas flores; los gorjeos oyen
de las alegres aves, y gozosos
lanzan su grito a la cerúlea esfera.
Mayo llegó: ¡también para mí vino!
llamó tres veces a la puerta, y -«Abre:
Mayo soy, dijo; acariciarte quiero,
pálido soñador». Pasé el cerrojo,
rodé la llave, y contestéle: -«En vano,
en vano llamarás, pérfido huésped;
te conozco: conozco el artificio
del mundo; he visto tanto, que ya el alma
perdió toda ilusión y la atormenta
dolor eterno. Los cerrados muros
pasa mi vista del hogar humano
y del humano corazón, y dentro
hallo farsa y ardid, miseria y dolo.
Leo los pensamientos en las frentes;
¡pensamientos infames! El rosado
rubor de la doncella, esconde el ansia
secreta del placer; y en la orgullosa
sien del mancebo audaz, miro el birrete
multicolor de la locura; sólo
mamarrachos deformes o enfermizas
sombras veo en la tierra, y me pregunto
si es manicomio u hospital. Penetro
la corteza. terrestre; cual si fuera
de transparente vidrio; en hoyo estrecho
veo los muertos, con las manos juntas,
las pupilas abiertas, blanco el rostro,
blanco el sudario, y en los secos labios
amarillentas larvas. ¡Y contemplo
sentado al hijo, con su alegre amante
en coloquio trivial, sobre la tumba
de su padre infeliz! Los ruiseñores
cantan mordaces; maliciosas ríen
las flores doctas; tiembla el padre muerto
en su féretro obscuro, y dolorida,
se estremece también la madre Tierra.
¡Mísera Tierra! ¡tu dolor comprendo!
Arder el fuego en tus entrañas miro,
abrirse tus arterias, y a torrentes
llamaradas lanzar y verter sangre.
Veo salir a los soberbios hijos
de los Titanes, de las negras simas,
rojas antorchas agitando; yerguen
su escala férrea, y a la eterna cumbre
trepan con sordo estrépito; tras ellos
negros enanos van, y al rudo choque
caen hechas trizas las estrellas de oro.
Con mano audaz desgarran del divino
tabernáculo el velo, y acometen
con feroces aullidos, a la santa
angélica legión. Pálido y mudo,
está Dios en su trono: la corona
arranca de las sienes, y se mesa
la cabellera augusta. Los titanes
avanzan; las antorchas encendidas
dentro del reino celestial arrojan;
y los enanos negros, con azotes
flamígeros, castigan las espaldas
de los vencidos ángeles, que ruedan,
se encorvan, se retuercen, y arrastrados
por las guedejas son. ¡Y estaba entre ellos
mi ángel también; el de dorados bucles
y dulce rostro; el que el amor eterno
lleva en los labios, y en la azul pupila
la dicha celestial! Y un duende negro,
hediondo y espantable, álzalo en brazos,
contempla ansioso su gentil belleza
y con muelle deleite lo acaricia.
Y suena entonces pavoroso grito,
que agita al Universo; sus pilastras
rechinan y se tuercen; cielo y tierra
húndense juntos, y lo llenan todo
la antigua noche y la perpetua sombra».