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No te acuso, al perderte, dueño mío:
no te acuso, aunque el alma me quebrantes:
¡Bella estás con tu espléndido atavío!
¿Podrá, empero, el fulgor de los diamantes
iluminar tu corazón sombrío?
¡Ah! lo sé todo: en dolorido ensueño
vi tu hondo corazón: ¡era morada
de noche obscura, horrible, encapotada!
Y víboras vi en él, ¡oh dulce dueño,
y vi que eras también desventurada!