El capitán Montoya - II - de José Zorrilla

II : Cuchilladas en la calle

En una noche de Octubre
que las nieblas encapotan,
ahogando de las estrellas
la escasa lumbre dudosa,
de la ciudad de Toledo
en una calleja corva
que el paso desde el alcázar
a Zocodover acorta,
es fama que se apostaron
seis hombres, que grupo forman,
de una de las dos esquinas
a la prolongada sombra.
Murmuraron por lo bajo
algunas palabras cortas;
cortas, porque a ellos les bastan,
bajas, por si hay quien las oiga.
Repartiéronse sus puestos
con precaución previsora,
favorable a los que esperan,
y a los que lleguen dañosa;
y quedaron en silencio
casi por un cuarto de hora,
tan ocultos y pegados
a la tapia en que se apoyan,
tan hundidas en la niebla
sus desvanecidas formas,
que hubo quien pasando entre ellos
juzgó la calle muy sola.
Caía desde las tejas
desprendida gota a gota
la niebla, que do halla sitio,
calladamente se posa,
y alguna ráfaga errante,
con tenue voz melancólica
cruzaba de alguna reja
las hendiduras angostas.
Se oían de cuando en cuando
sonar por la calle próxima
puertas y aldabas de casas,
pasos y voz de personas.
Mas nada a los apostados
mueve, anima o impresiona,
ni voces ni transeuntes
parece que les importan.
Inmóviles permanecen,
y las sospechas se agotan
al ver que por ellos pasan
tanta gente y tantas horas;
y es imposible atinar
con el intento que forman,
cogiendo la calle a espacios
por ambas aceras toda.
Marcó las once un reloj,
sonaron tardas y cóncavas
de las once campanadas
las once pesadas notas,
y al par que en la callejuela
los cinco se desembozan,
alumbrándola por dentro,
luz a una puerta se asoma.
Corriéronse los cerrojos,
rechinó la llave sorda,
y un cuadro de luz voluble
vaciló en piedras y losas.
Transpusieron los umbrales
tres bultos, y una tras otra
se oyeron tres despedidas
que murmuraron tres bocas.
Quitó la luz el de dentro,
dobló a la puerta la hoja,
quedó en tinieblas la calle,
ijeron fuera: «¡Ahora!»
«¡Viles!», gritó el que salía;
los que esperaban, «¡La moza,
dijeron, cuenta con ella.,»
Y a esta palabra traidora,
en dos pedazos la calle
partida, en música ronca
crujieron y en lid confusa
de las espadas las hojas.
«Asirla», dicen los unos;
«¡Hija, a mi espalda!», en voz torva
decía el recién salido,
que las cuchilladas dobla.
«¡Cómo, decían los unos,
son dos y tenernos osan!»
«¡Cómo, murmuraba el otro,
villanos tientan mi honra!»
«¡Mueran!», dicen de una parte;
«¡Vengan!», dicen de la otra;
y crece de la contienda
la confusión temerosa.
Llueven los tajos sin tino,
y aunque se tiran con cólera,
como tirados a ciegas,
la mayor parte malogran.
Pero valientes parecen,
porque se buscan y acosan
con terquedad tan resuelta,
que unos de otros se asombran.
Dan, hieren, cubren, atajan,
tierra ganan, tierra cortan,
y al ruido de los aceros
la vecindad se alborota.
Sacaron luces por alto,
gritaron: «¡Fuego! ¡La ronda!
¡La guardia!» Mas todo inútil,
porque los tajos redoblan.
Las mismas luces que sacan
son de los menos en contra,
y por doquiera cercados,
en sus postrimeras tocan.
En esto, la calle arriba
llegó un mozo a quien abona
por noble la larga pluma
con que su sombrero adorna,
que excusándose palabras
y revelándose en obras,
echó la capa por tierra
y por aire la tizona.
Púsose en pro de la dama
como quien hidalgos goza
pensamientos, y ha nacido
de noble sangre española;
y anuncióse con tal furia
de cuchilladas, que a pocas
tendió en la calle dos hombres
en las postreras congojas.
Y tan rápido revuelve
contra los cuatro que afronta,
que con una sola espada
para los cuatro le sobra.
Con tiempo y valor apenas
para su defensa propia,
dijo uno de ellos: «¡A tanto,
sólo el demonio se arroja!»
Y al escucharle el mancebo,
dijo con voz poderosa:
Con una legión no basta
para el capitán Montoya.»
Y haciendo el último esfuerzo,
la calle entera despoja,
por donde entraba a tal punto
a todo correr la ronda.