Poema A Matilde de Antonio Plaza
¡Qué linda te hizo Dios, Matilde mía!
déjame ver a Dios en tu mirada,
y beber de los cielos la ambrosía
pendiente de tu boca perfumada.
Quiero al sellar mi boca con tu boca
que la luz de tus ojos me enajene,
y si quema tu beso el alma loca,
deja que en ese infierno se condene.
Un algo de locura hay en tus ojos,
un algo de sublime en tu semblante;
expresan el desdén tus labios rojos,
y brinda amor tu pecho sollozante.
Tienes tú de la niña la imprudencia
y el aplomo también del ser gastado;
tienes el impudor de la inocencia,
y tienes la vergüenza del pecado.
No sé si eres coqueta o inocente,
porque ambas cosas a la vez te creo:
es tu descaro candidez ingente,
es tu pudor la fiebre del deseo.
Feliz el que, cuando la blanca luna
riele de la onda los nevados rizos,
pueda tener, Matilde, la fortuna
de contemplar a solas tus hechizos.
Feliz el hombre que en su pecho sienta
resbalarse tu lánguida mirada,
y su angélica luz de amor sedienta
en su ánima se impregne apasionada.
Eres más atractiva que el pecado:
si el padre Adán te hubiera conocido,
Su Eva y su Edén gozoso hubiera dado
por el polvo que barre tu vestido.
Y yo pobre cantor, sin fe, sin miedo,
que en torpe bacanal gasté la vida,
que sin ventura por el mundo ruedo,
cual rueda la onda por el mar perdida,
te ofrezco un alma cuya negra historia
es más triste que fúnebre sudario;
te ofrezco amor, y sufrimiento, y gloria;
es el amor la gloria en el Calvario.
Nació el primer amor, sublime, tierno,
de la mujer y del reptil inmundo;
y Dios el santo Edén trocó en infierno,
y dolor y trabajo mandó al mundo.
Pero amando a su vez hasta el delirio,
expiró en una cruz de oprobio llena;
y por eso el amor es el martirio,
y no hay amor sin lágrimas ni pena.
Acepta el alma que por ti delira;
y al entonar mi cántico de amores,
te haré feliz, porque mi ardiente lira
es vara de Aarón, despide flores.
Y sentirás que mi cantar eleva
a vergel más precioso tus penates,
que el asiático que habitó Eva
regado por el Tigris y el Eufrates.
Que al resonar mi enamorada lira
te verás en sus notas transportada
al fantástico Edén en que respira
quien suspendió los mundos de la nada.
No desdeñes, Matilde, mi pobreza,
aunque visto de harapos humillantes,
gusano soy que tiene en la cabeza
invisible corona de brillantes.
En pereza sin fin ronco en el suelo,
porque las penas mi vigor ya cansan;
pero si quiero remontar el vuelo,
¡por Dios!, que ni las águilas me alcanzan.
Si me das de tu amor la esencia pura,
te daré lo que en sueños ambicionas;
porque mi arpa de bardo sin ventura,
tiene el poder de Dios en sus dordonas.
Soy un pobre cantor, sin pan ni abrigo,
que vago por el páramo infecundo;
pero el que miras a tus pies mendigo,
puede, como Colón, darte otro mundo.
Otro mundo de amor y de ilusiones
como la mente lo forjó en el vuelo,
y al descubrir a tu alma otras regiones,
seré tu Galileo, verás el cielo.
El cielo azul divino, voluptuoso,
inflamado de amor y venturanza,
donde brilla sublime, esplendoroso,
el magnífico sol de la esperanza.
Y suspendida en gasa transparente,
en alcázar de luz, de luz sin sombra,
corona de astros brillará en tu frente,
serán celajes tu preciosa alfombra.
A la región de la celeste lumbre,
te llevará mi ardiente fantasía,
subirás de ese cielo hasta la cumbre,
pondré a tus pies el luminar del día,
tu suerte envidiarán regias beldades,
mis cánticos de amor serán tu historia,
transmitiré tu nombre a las edades
y, lo mismo que Dios, te daré gloria.
Antonio Plaza