Poema: La Romería de Heinrich Heine

- I -
El hijo en el lecho está;
la madre, junto al balcón:
-«Hijo, levántate ya;
ahora mismo pasará
la sagrada procesión».

-«¡Ay, madre, madre bendita!
crecen mi mal y mi cuita;
ni oigo ya, ni puedo ver:
en la pobre Margarita
pienso, y lloro sin querer.»

-»Toma el libro y el rosario;
vendrás conmigo al santuario
de la Virgen pura y bella;
y quizás obtengas de ella
el alivio necesario».

Y avanzan al grave són
de triste lamentación,
cruces, banderas sin fin;
y a Colonia sobre el Rhin
va la santa procesión.

La madre amorosa y pía
marcha en pos y con afán
al hijo sostiene y guía;
y todos cantando van:
«¡Gloria a vos, Santa María!»


- II -
Hoy la Madre del Señor
viste su manto mejor,
y largo trabajo tiene:
un tropel conmovedor
de enfermos al templo viene.
Y con devoción sincera
la multitud lastimera
se acerca a depositar
brazos y piernas de cera
en el milagroso altar.

No la implora nadie en vano:
quien le consagra una mano,
la suya curada ve;
y si es un pie, bueno y sano
se va por su propio pie.

Alguien con muletas vino
que en la cuerda brinca ya;
y hay manco -¡poder divino!-
que tañendo en el camino
la vihuela, volverá.

La madre, de blanca cera
labró un tierno corazón
-«¡Hijo, la Virgen te espera!
llévale esta ofrenda, y quiera
tener de ti compasión».

El hijo suspira en tanto;
toma el exvoto, y sin calma
penetra en el templo santo;
de sus ojos brota el llanto,
y esta oración de su alma:

-«¡María! ¡Reina y Señora
de los cielos! ¡Bienhechora
madre de Dios! escuchad
a un desdichado, que implora
vuestra infinita piedad.

»Con mi madre, que aun contemplo,
vivía, de dicha ejemplo,
en Colonia, ciudad santa,
donde a cada paso un templo
en vuestro honor se levanta.

»Nuestra vecina ¡ay Dios! era
Margarita, y muerte fiera
hiriéla sin compasión:
traigo un corazón de cera:
¡curad vos mi corazón!

»Curad vos el alma mía,
y con religiosa fe,
sollozando noche y día,
¡Gloria a vos! repetiré,
¡Gloria a vos, Santa María!»


- III -
El hijo y la madre amante
en su cuarto se han dormido;
y la Virgen al instante
aparece deslumbrante
y entra sin hacer ruido.

Inclínase sobre el lecho;
al enfermo infeliz mira;
pónele la mano al pecho,
y su intento satisfecho,
dulce y lenta se retira.

Todo, en visión transparente,
lo ve la madre, y más ve;
y despierta de repente.
¡Ay! ¿Por qué ladran, por qué
los perros lúgubremente?

Pálido, rígido, yerto,
está el hijo, ¡el hijo muerto!
y la renaciente aurora
con su fulgor aún incierto
su blanca frente colora.

Y ambas las manos juntando
la madre amorosa y pía,
con acento triste y blando,
cae de hinojos, exclamando:
«¡Gloria a vos, Santa María!»