Poema: Estival de Rubén Darío

Estival


La tigre de Bengala,
Con su lustrosa piel manchada a trechos,
Está alegre y gentil, está de gala.
Salta de los repechos
De un ribazo, al tupido
Carrizal de un bambú; luego, a la roca
Que se yergue a la entrada de su gruta.
Allí lanza un rugido,
Se agita como loca
Y eriza de placer su piel hirsuta.

La fiera virgen ama.
Es el mes del ardor. Parece el suelo
Rescoldo; y en el cielo
El sol, inmensa llama.
Por el ramaje obscuro
Salta huyendo el canguro.
El boa se infla, duerme, se calienta
A la tórrida lumbre;
El pájaro se sienta
A reposar sobre la verde cumbre.

Siéntense vahos de horno;
Y la selva africana
En alas del bochorno,
Lanza, bajo el sereno
Cielo, un soplo de sí. La tigre ufana
Respira a pulmón lleno,
Y al verse hermosa, altiva, soberana,
Le late el corazón, se le hincha el seno.

Comtempla su gran zarpa, en ella la uña
De marfil; luego toca
El filo de una roca,
Y prueba y lo rasguña.
Mírase luego el flanco
Que azota con el rabo puntiagudo
De color negro y blanco,
Y móvil y felpudo;
Luego el vientre. En seguida
Abre las anchas fauces, altanera
Como reina que exige vasallaje,
Después husmea, busca, va. La fiera
Exhala algo a manera
De un suspiro salvaje.
Un rugido callado
Escuchó. Con presteza
Volvió la vista de uno y otro lado.
Y chispeó su ojo verde y dilatado,
Cuando miró de un tigre la cabeza
Surgir sobre la cima de un collado.
El tigre se acercaba.


Era muy bello.

Gigantesca la talla, el pelo fino,
Apretado el ijar, robusto el cuello,
Era un Don Juan felino
En el bosque. Anda a trancos
Callados; ve a la tigre inquieta, sola,
Y le muestra los blancos
Dientes, y luego arbola
Con donaire la cola.
Al caminar se vía
Su cuerpo ondear, con garbo y bizarría.
Se miraban los músculos hinchados
Debajo de la piel. Y se diría
Ser aquella alimaña
Un rudo gladiador de la montaña.
Los pelos erizados
Del labio relamía. Cuando andaba
Con su peso chafaba
La yerba verde y muelle;
Y el ruido de su aliento semejaba
El resollar de un fuelle.
Él es, él es el rey. Creto de oro
No, sino la ancha garra
Que se hinca recia en el testuz del toro
Y las carnes desgarra.
La negra águila enorme, de pupilas
De fuego y corvo pico relumbrante,
Tiene a Aquilón; las hondas y tranquilas
Aguas el gran caimán; el elefante
La cañada y la estepa;
La víbora los juncos por do trepa;
Y su caliente nido
Del árbol suspendido,
El ave dulce y tierna
Que ama la primer luz.


Él, la caverna.

No envidia al león la crin, ni al potro rudo
El casco, ni al membrudo
Hipopótamo el lomo corpulento
Quien bajo los ramajes del copudo
Baobab, ruge el viento.

Así va el orgulloso, llega, halaga;
Corresponde la tigre que le espera,
Y con caricias las caricias paga
En su salvaje ardor, la carnicera.

Después el misterioso
Tacto, las impulsivas
Fuerzas, que arrastran con poder pasmoso;
Y, ¡oh, gran Pan! el idilio monstruoso
Bajo las vastas selvas primitivas.
No el de las musas de las blandas horas,
Suaves, expresivas,
En las rientes auroras
Y las azules noches pensativas;
Sino el que todo enciende, anima, exalta,
Polen, savia, calor, nervio, corteza,
Y en torrente de vida brota y salta
Del seno de la gran naturaleza.

El príncipe de Gales, va de caza
Por bosques y por cerros,
Con su gran servidumbre y con sus perros
De la más fina raza.

Acallando el trople de los vasallos,
Deteniendo traíllas y caballos,
Con la mirada inquieta,
Contempla a los dos tigres, de la gruta
A la entrada. Requiere la escopeta,
Y avanza, y no se inmuta.

Las fieras se acarician. No han oído
Tropel de cazadores.
A esos terribles seres,
Embriagados de amores,
Con cadenas de flores
Se les hubiera uncido
A la nevada concha de Citeres
O al carro de Cupido.

El príncipe atrevido,
Adelanta, se acerca, ya se para;
Ya apunta y cierra un ojo; ya dispara;
Ya del arma el estruendo
Por el espeso bosque ha resonado.
El tigre sale huyendo,
Y la hembra queda, el vientre desgarrado.

¡Oh, va a morir!... Pero antes, débil, yerta,
Chorreando sangre por la herida abierta,
Con ojos doloridos,
Miró a aquel cazador; lanzó un gemido,
Como un ¡ay! de mujer ... y cayó muerta.

Aquel macho que huyó, bravo y zahareño
A los rayos ardientes
Del sol, en su cubil después dormía.
Entonces tuvo un sueño:
Que enterraba las garras y los dientes
En vientres sonrosados
Y pechos de mujer; y que engullía
Por postres delicados
De comidas y cenas,
Como tigre goloso entre golosos,
Unas cuantas docenas
De niños tiernos, rubios y sabrosos.