La cortina verde
de José Zorrilla
Son unas horas después,
y vense en su gabinete,
Inés en un taburete,
y don Enrique a sus pies.
Testigos de sus deslices
en aquel retrete obscuro,
están colgados del muro
de Flandes cinco tapices.
Toda sorpresa exterior
provienen las celosías
y dos dueñas, de vigías,
que están en el corredor.
Lucha la luz con la sombra;
el rojo sol de Occidente
colora confusamente
las labores de la alfombra.
Las flores, desde el jardín,
prestan al aura perfume,
y otro al fuego se consume
en el mismo camarín.
Todo es paz, calma y quietud
en el retrete oriental;
mas si no es paz criminal,
no es la paz de la virtud.
Don Enrique está hechicero;
doña Inés como una estrella;
voluptuosa está la bella,
y galán el caballero.
En los ojos de la hermosa
se está mirando el galán,
y ambos atizando están
hoguera tan peligrosa.
Ella, en recreo infantil,
destrénzale los cabellos,
bucles haciéndole de ellos
con sus manos de marfil.
Él, con sonrisa liviano,
en acento adulador
dulces palabras de amor
la dice a la cortesana.
Ella de orgullo suspira
gozando el favor Real,
aunque él interpreta mal
la vanidad que la inspira.
Él mancebo y sin consejo,
en su amor se está abrasando;
pero ella está contemplando
su contorno en un espejo.
Él la dice: «Hermosa estás»;
en silencioso desdén
dice ella: «Lo sé tan bien,
que advertirlo está de más.»
Él, con el dulce reclamo
del silencio engañador,
traduciéndolo mejor,
añade: «Inés yo te amo.»
Ella, culpando su exceso,
cuando más cerca la estrecha,
le da de sí satisfecha,
por cada palabra un beso.
Y en larga conversación,
ella altiva, él importuno,
demuestra bien cada uno
el afán del corazón.
Así el Príncipe decía
enajenado a la hermosa;
y astuta y voluptuosa,
ella así le respondía:
DON ENRIQUE Un reino me aguarda, sí;
con él media vida diera
por gozar, Inés, siquiera
la otra media junto a ti.
DOÑA INÉS Siendo Príncipe, señor,
dierais, existiendo un año,
cada mes un desengaño
a vuestro constante amor.
DON ENRIQUE Pasiones fueran livianas,
pasatiempos nada más;
que no encontrara quizás
sino amor de cortesanas.
Mas, Inés, viéndote a ti,
esquivarte fuera en vano.
DOÑA INÉS. Hoy me aduláis cortesano,
que estáis delante de mí.
DON ENRIQUE Te lo juro, hermosa Inés:
diera mis Reales palacios,
mis coronas de topacios,
por vivir siempre a tus pies.
DOÑA INÉS ¿Tan bella, Enrique, os parezco?
DON ENRIQUE Como tú no nacen dos,
y por ello, ¡vive Dios!
sufro mal que no merezco.
DOÑA INÉS ¿Vos por mí males?
DON ENRIQUE Si a fe.
DOÑA INÉS No os entiendo.
DON ENRIQUE ¿Me amas? Di.
DOÑA INÉS En mi alma, de vos a mí
si hay diferencia no sé.
Mas.....
DON ENRIQUE ¿Qué, Inés?
DOÑA INÉS ¿Habéis oído?
Jurara que algo sonó.
DON ENRIQUE Nada he percibido yo.....
ilusión tuya habrá sido.
Quedó Inés un punto en pie
escuchando perspicaz,
y asióla el Príncipe audaz
repitiendo: «Nada fue.»
Y a fe que era la quietud
de aquel ansioso momento
tan honda en el aposento
como en desierto ataúd.
Ningún rumor la turbaba,
ningún susurro se oía,
si alguna vez se eximía
la brisa que murmuraba.
Los vapores del perfume
que exhala el ancho pebete,
aroman el gabinete
y el aire que los consume.
La rica tapicería
inmoble en el muro está,
y a sitio seguro da
cada puerta y celosía.
Hay en el fondo una alcoba
que, aunque en la sombra se pierde,
espesa cortina verde
al ojo su interior roba.
Tal vez el aura sutil
un instante la movió,
y eso sin dada causó
a Inés su terror pueril.
Mas repuesta y sosegada
junto al Príncipe otra vez,
díjole con candidez:
«Tenéis razón: no fue nada.
»Mas perdonad que haya sido
tan fácil para el temor,
que aunque os tengo mucho amor,
tengo miedo a mi marido.»
DON ENRIQUE No me le nombres, Inés,
que hasta su nombre me irrita.
DOÑA INÉS La vida, señor, me quita
con tan celoso como es.
DON ENRIQUE ¡Ah! ¡Inés mía, ese es el mal
que lamentaba hace poco!.....
Tengo de volverme loco
con un hombre tan cabal.
No hay cortesano mejor
ni más puntual caballero,
en la obediencia el primero,
y el primero en el valor.
No hay medio de hallarlo infiel
ni falta que acriminar,
ni encuentro qué castigar
por más que lo busco en él.
En la primera excepción
en que incurra, ha de morir.
DOÑA INÉS Señor, ¿eso osáis decir?
DON ENRIQUE Alma mía, celos son.
No puedo pensar en paz
que él goza de tu hermosura,
cuando por igual ventura
me lamento sin solaz.
¿Te parece digna traza
de un Príncipe que osa amarte,
esperar por sólo hablarte
a que él se salga de caza?
¿Es digno de mi ambición
que cuando él parte tu lecho,
me dé yo por satisfecho
con verte por un balcón?
DOÑA INÉS Pero yo, Enrique, os adoro.
DON ENRIQUE Sí; y en ese amor sobrante
me arrebatas el diamante,
¡dándome el anillo de oro!
DOÑA INÉS Os doy cuanto puedo dar.
No podéis más exigir.
DON ENRIQUE Aunque él haya de morir,
tu amor sólo he de alcanzar.
Ronco, ahogado, comprimido,
sonó un fugitivo acento,
como el rumor del aliento
largo tiempo detenido.
Perdió la dama el color,
púsose el Príncipe en pie,
recelando ambos que esté
alguno en el corredor.
Mas por el mismo lugar,
con muy recatada seña,
oyóse a la astuta dueña
por el corredor llamar.
-Adiós, señor, dijo Inés,
que de partiros es hora.
-¿Hasta cuando?
-Por ahora.
Si gustáis, hasta después.
-¿Tanta ventura es verdad?
-Os lo había prometido;
de caza está mi marido
válganos la obscuridad.
¿Vendréis?
-¿Cómo no?
-Atended;
no hagáis confianza vana,
abierta está la ventana
y es áspera la pared.
-Os entiendo: vendré solo.
-Sí, que la noche es obscura.
-¡Oh! Y por tamaña ventura,
fuera yo de polo a polo.-
Salió el Príncipe, y la bella,
orgullosa por su amor,
saliendo hasta el corredor,
dejó el camarín tras ella.
Todo en él fue soledad,
y la cortina arrugando,
vióse al Duque murmurando,
inmoble en la obscuridad.
«He aquí que todo lo pierde
por no pensar mi mujer
que yo me puedo esconder
tras esta cortina verde.»
de José Zorrilla
Son unas horas después,
y vense en su gabinete,
Inés en un taburete,
y don Enrique a sus pies.
Testigos de sus deslices
en aquel retrete obscuro,
están colgados del muro
de Flandes cinco tapices.
Toda sorpresa exterior
provienen las celosías
y dos dueñas, de vigías,
que están en el corredor.
Lucha la luz con la sombra;
el rojo sol de Occidente
colora confusamente
las labores de la alfombra.
Las flores, desde el jardín,
prestan al aura perfume,
y otro al fuego se consume
en el mismo camarín.
Todo es paz, calma y quietud
en el retrete oriental;
mas si no es paz criminal,
no es la paz de la virtud.
Don Enrique está hechicero;
doña Inés como una estrella;
voluptuosa está la bella,
y galán el caballero.
En los ojos de la hermosa
se está mirando el galán,
y ambos atizando están
hoguera tan peligrosa.
Ella, en recreo infantil,
destrénzale los cabellos,
bucles haciéndole de ellos
con sus manos de marfil.
Él, con sonrisa liviano,
en acento adulador
dulces palabras de amor
la dice a la cortesana.
Ella de orgullo suspira
gozando el favor Real,
aunque él interpreta mal
la vanidad que la inspira.
Él mancebo y sin consejo,
en su amor se está abrasando;
pero ella está contemplando
su contorno en un espejo.
Él la dice: «Hermosa estás»;
en silencioso desdén
dice ella: «Lo sé tan bien,
que advertirlo está de más.»
Él, con el dulce reclamo
del silencio engañador,
traduciéndolo mejor,
añade: «Inés yo te amo.»
Ella, culpando su exceso,
cuando más cerca la estrecha,
le da de sí satisfecha,
por cada palabra un beso.
Y en larga conversación,
ella altiva, él importuno,
demuestra bien cada uno
el afán del corazón.
Así el Príncipe decía
enajenado a la hermosa;
y astuta y voluptuosa,
ella así le respondía:
DON ENRIQUE Un reino me aguarda, sí;
con él media vida diera
por gozar, Inés, siquiera
la otra media junto a ti.
DOÑA INÉS Siendo Príncipe, señor,
dierais, existiendo un año,
cada mes un desengaño
a vuestro constante amor.
DON ENRIQUE Pasiones fueran livianas,
pasatiempos nada más;
que no encontrara quizás
sino amor de cortesanas.
Mas, Inés, viéndote a ti,
esquivarte fuera en vano.
DOÑA INÉS. Hoy me aduláis cortesano,
que estáis delante de mí.
DON ENRIQUE Te lo juro, hermosa Inés:
diera mis Reales palacios,
mis coronas de topacios,
por vivir siempre a tus pies.
DOÑA INÉS ¿Tan bella, Enrique, os parezco?
DON ENRIQUE Como tú no nacen dos,
y por ello, ¡vive Dios!
sufro mal que no merezco.
DOÑA INÉS ¿Vos por mí males?
DON ENRIQUE Si a fe.
DOÑA INÉS No os entiendo.
DON ENRIQUE ¿Me amas? Di.
DOÑA INÉS En mi alma, de vos a mí
si hay diferencia no sé.
Mas.....
DON ENRIQUE ¿Qué, Inés?
DOÑA INÉS ¿Habéis oído?
Jurara que algo sonó.
DON ENRIQUE Nada he percibido yo.....
ilusión tuya habrá sido.
Quedó Inés un punto en pie
escuchando perspicaz,
y asióla el Príncipe audaz
repitiendo: «Nada fue.»
Y a fe que era la quietud
de aquel ansioso momento
tan honda en el aposento
como en desierto ataúd.
Ningún rumor la turbaba,
ningún susurro se oía,
si alguna vez se eximía
la brisa que murmuraba.
Los vapores del perfume
que exhala el ancho pebete,
aroman el gabinete
y el aire que los consume.
La rica tapicería
inmoble en el muro está,
y a sitio seguro da
cada puerta y celosía.
Hay en el fondo una alcoba
que, aunque en la sombra se pierde,
espesa cortina verde
al ojo su interior roba.
Tal vez el aura sutil
un instante la movió,
y eso sin dada causó
a Inés su terror pueril.
Mas repuesta y sosegada
junto al Príncipe otra vez,
díjole con candidez:
«Tenéis razón: no fue nada.
»Mas perdonad que haya sido
tan fácil para el temor,
que aunque os tengo mucho amor,
tengo miedo a mi marido.»
DON ENRIQUE No me le nombres, Inés,
que hasta su nombre me irrita.
DOÑA INÉS La vida, señor, me quita
con tan celoso como es.
DON ENRIQUE ¡Ah! ¡Inés mía, ese es el mal
que lamentaba hace poco!.....
Tengo de volverme loco
con un hombre tan cabal.
No hay cortesano mejor
ni más puntual caballero,
en la obediencia el primero,
y el primero en el valor.
No hay medio de hallarlo infiel
ni falta que acriminar,
ni encuentro qué castigar
por más que lo busco en él.
En la primera excepción
en que incurra, ha de morir.
DOÑA INÉS Señor, ¿eso osáis decir?
DON ENRIQUE Alma mía, celos son.
No puedo pensar en paz
que él goza de tu hermosura,
cuando por igual ventura
me lamento sin solaz.
¿Te parece digna traza
de un Príncipe que osa amarte,
esperar por sólo hablarte
a que él se salga de caza?
¿Es digno de mi ambición
que cuando él parte tu lecho,
me dé yo por satisfecho
con verte por un balcón?
DOÑA INÉS Pero yo, Enrique, os adoro.
DON ENRIQUE Sí; y en ese amor sobrante
me arrebatas el diamante,
¡dándome el anillo de oro!
DOÑA INÉS Os doy cuanto puedo dar.
No podéis más exigir.
DON ENRIQUE Aunque él haya de morir,
tu amor sólo he de alcanzar.
Ronco, ahogado, comprimido,
sonó un fugitivo acento,
como el rumor del aliento
largo tiempo detenido.
Perdió la dama el color,
púsose el Príncipe en pie,
recelando ambos que esté
alguno en el corredor.
Mas por el mismo lugar,
con muy recatada seña,
oyóse a la astuta dueña
por el corredor llamar.
-Adiós, señor, dijo Inés,
que de partiros es hora.
-¿Hasta cuando?
-Por ahora.
Si gustáis, hasta después.
-¿Tanta ventura es verdad?
-Os lo había prometido;
de caza está mi marido
válganos la obscuridad.
¿Vendréis?
-¿Cómo no?
-Atended;
no hagáis confianza vana,
abierta está la ventana
y es áspera la pared.
-Os entiendo: vendré solo.
-Sí, que la noche es obscura.
-¡Oh! Y por tamaña ventura,
fuera yo de polo a polo.-
Salió el Príncipe, y la bella,
orgullosa por su amor,
saliendo hasta el corredor,
dejó el camarín tras ella.
Todo en él fue soledad,
y la cortina arrugando,
vióse al Duque murmurando,
inmoble en la obscuridad.
«He aquí que todo lo pierde
por no pensar mi mujer
que yo me puedo esconder
tras esta cortina verde.»