Corría un manso arroyuelo
entre dos valles al alba,
que sobre prendas de aljófar
le prestaban esmeraldas.
Las blancas y rojas flores
que por las márgenes baña,
dos veces eran narcisos
en el espejo del agua.
Ya se volvía el aurora,
y en los prados imitaban
celosos lirios sus ojos,
jazmines sus manos blancas.
Las rosas en verdes lazos
vestidas de blanco y nácar,
con hermosura de un día
daban envidia y venganza.
Ya no bajaban las aves
al agua, porque pensaban,
como daba el sol en ella,
que eran pedazos de plata.
En esta sazón Lisardo
salía de su cabaña,
¿quién pensara que a estar triste,
donde todos se alegraban?
Por las mal enjutas sendas
delante el ganado baja,
que a un mismo tiempo paciendo,
come yelo y bebe escarcha.
Por otra parte venía
de sus tristezas la causa,
hermosa como ella misma,
pues ella sola se iguala.
Leyendo viene una letra
que a sus estrellas con alma
compuso Lisardo un día,
con más amor que esperanza.
Vióle admirado de verla,
y de unas cintas moradas,
para matalle a lisonjas,
el instrumento desata.
Y por dos hilos de perlas,
que dos claveles guardaban,
dio la voz al manso viento
y repitió las palabras:
«Madre, unos ojuelos vi,
verdes, alegres y bellos.
¡Ay, que me muero por ellos,
y ellos se burlan de mí!
»Las dos niñas de sus cielos
han hecho tanta mudanza,
que la color de esperanza
se me ha convertido en celos.
»Yo pienso, madre, que vi
mi vida y mi muerte en ellos.
¡Ay... !
»¿Quién pensara que el color
de tal suerte me engañara?
Pero ¿quién no lo pensara
como no tuviera amor?
»Madre, en ellos me perdí,
y es fuerza buscarme en ellos.
¡Ay, que... !»