A fuerza de pensar en tus historias
y sentir con tu propio sentimiento,
han venido a agolparse al pensamiento
rancios recuerdos de perdidas glorias.
Y evocando tristísimas memorias,
porque siempre lo ido es triste, siento
amalgamar el oro de tu cuento
de mi viejo román con las escorias.
¿He interpretado tu pasión? Lo ignoro;
que me apropio al narrar, algunas veces
el goce extraño y el ajeno lloro.
Sólo sé que, si tú los encareces
con tu ardiente pincel, serán de oro
mis versos, y esplendor sus lobregueces.
I
¿Por qué a mi helada soledad viniste
cubierta con el último celaje
de un crepúsculo?. . . Mira el paisaje,
árido y triste, inmensamente triste.
Si vienes del dolor y en él nutriste
tu corazón, bien vengas al salvaje
desierto, donde apenas un miraje
de lo que fue mi juventud existe.
Mas si acaso no vienes de tan lejos
y en tu alma aun del placer quedan los dejos
puedes tornar a tu revuelto mundo.
Si no, ven a lavar tu cyprio manto
en el mar amarguísimo y profundo
de un triste amor, o de un inmenso llanto.
II
Mira el paisaje: inmensidad abajo,
inmensidad, inmensidad arriba:
en el hondo perfil, la sierra altiva
al pie minada por horrendo tajo.
Bloques gigantes que arrancó de cuajo
el terremoto, de la roca viva;
y en aquella sabana pensativa
y adusta, ni una senda ni un atajo.
Asoladora atmósfera candente,
do se incrustan las águilas serenas,
como clavos que se hunden lentamente.
Silencio, lobreguez, pavor tremendos
que viene sólo a interrumpir apenas
el galope triunfal de los berrendos.
III
En la estepa maldita, bajo el peso
de silbante brisa que asesina,
irgues tu talla escultural y fina,
como un relieve en el confín impreso.
El viento entre los médanos opreso,
canta como una música divina,
y finge, bajo la húmeda neblina,
un infinito y solitario beso.
Vibran en el crepúsculo tus ojos
un dardo negro de pasión y enojos
que en mi carne y mi espíritu se clava;
y, destacada contra el sol muriente,
como un airón, flotando inmensamente,
tu bruna cabellera de india brava.
IV
La llanada amarguísima y salobre,
enjuta cuenca de océano muerto
y, en la gris lontananza, como puerto,
el peñascal, desamparado y pobre.
Unta la tarde en mi semblante yerto
aterradora lobreguez, y sobre
tu piel, tostada por el sol, el cobre
y el sepia de las rocas del desierto.
Y en el regazo donde sombra eterna,
del peñascal bajo la enorme arruga,
es para nuestro amor nido y caverna.
Las lianas de tu cuerpo retorcidas
en el torso viril que te subyuga,
con una gran palpitación de vidas.
V
¡Qué enferma y dolorida lontananza!
¡Qué inexorable y hosca la llanura!
Flota en todo el paisaje tal pavura,
como si fuera un campo de matanza.
Y la sombra que avanza, avanza, avanza,
parece, con su trágica envoltura,
el alma ingente, plena de amargura,
de los que han de morir sin esperanza.
Y allí estaríamos nosotros, oprimidos
por la angustia de todas las pasiones,
bajo el peso de todos los olvidos.
!En un cielo de plomo el sol ya muerto;
y en nuestros desgarrados corazones
el desierto, el desierto y el desierto!
VI
¡Es mi adiós!. . . Allá va la bruma austera,
por las planicies que el bochorno escalda,
al verberar tu ardiente cabellera,
como una maldición sobre tu espalda.
En mis desolaciones, ¿qué me espera?. . .
(ya apenas veo tu tu arrastrante falda)
una deshojazón de primavera
y una eterna nostalgia de esmeralda.
El terremoto humano ha destruido
mi corazón, y todo en él expira.
!Mal hayan el recuerdo y el olvido!
Aún te columbro y ya olvidé tu frente:
sólo ¡ay! tu espalda miro, cual se mira
lo que huye y se aleja eternamente.
ENVÍO
En tus aras quemé mi último incienso
y deshojé mis postrimeras rosas.
Do de alzaban los templos de mis diosas
ya sólo queda el arenal inmenso.
Quise entrar en tu alma, y ¡qué descenso!
¡Qué andar por entre ruinas y entre fosas!
¡A fuerza de pensar en tales cosas
me duele el pensamiento cuando pienso!
¡Pasó! . . . ¿Qué resta ya de tanto y tanto
deliquio? En ti ni la moral dolencia,
ni el dejo impuro, ni el sabor del llanto.
Y en mí ¡qué hondo y tremendo cataclismo!
¡qué sombra y qué pavor en la conciencia,
y qué horrible disgusto de mi mismo!
y sentir con tu propio sentimiento,
han venido a agolparse al pensamiento
rancios recuerdos de perdidas glorias.
Y evocando tristísimas memorias,
porque siempre lo ido es triste, siento
amalgamar el oro de tu cuento
de mi viejo román con las escorias.
¿He interpretado tu pasión? Lo ignoro;
que me apropio al narrar, algunas veces
el goce extraño y el ajeno lloro.
Sólo sé que, si tú los encareces
con tu ardiente pincel, serán de oro
mis versos, y esplendor sus lobregueces.
I
¿Por qué a mi helada soledad viniste
cubierta con el último celaje
de un crepúsculo?. . . Mira el paisaje,
árido y triste, inmensamente triste.
Si vienes del dolor y en él nutriste
tu corazón, bien vengas al salvaje
desierto, donde apenas un miraje
de lo que fue mi juventud existe.
Mas si acaso no vienes de tan lejos
y en tu alma aun del placer quedan los dejos
puedes tornar a tu revuelto mundo.
Si no, ven a lavar tu cyprio manto
en el mar amarguísimo y profundo
de un triste amor, o de un inmenso llanto.
II
Mira el paisaje: inmensidad abajo,
inmensidad, inmensidad arriba:
en el hondo perfil, la sierra altiva
al pie minada por horrendo tajo.
Bloques gigantes que arrancó de cuajo
el terremoto, de la roca viva;
y en aquella sabana pensativa
y adusta, ni una senda ni un atajo.
Asoladora atmósfera candente,
do se incrustan las águilas serenas,
como clavos que se hunden lentamente.
Silencio, lobreguez, pavor tremendos
que viene sólo a interrumpir apenas
el galope triunfal de los berrendos.
III
En la estepa maldita, bajo el peso
de silbante brisa que asesina,
irgues tu talla escultural y fina,
como un relieve en el confín impreso.
El viento entre los médanos opreso,
canta como una música divina,
y finge, bajo la húmeda neblina,
un infinito y solitario beso.
Vibran en el crepúsculo tus ojos
un dardo negro de pasión y enojos
que en mi carne y mi espíritu se clava;
y, destacada contra el sol muriente,
como un airón, flotando inmensamente,
tu bruna cabellera de india brava.
IV
La llanada amarguísima y salobre,
enjuta cuenca de océano muerto
y, en la gris lontananza, como puerto,
el peñascal, desamparado y pobre.
Unta la tarde en mi semblante yerto
aterradora lobreguez, y sobre
tu piel, tostada por el sol, el cobre
y el sepia de las rocas del desierto.
Y en el regazo donde sombra eterna,
del peñascal bajo la enorme arruga,
es para nuestro amor nido y caverna.
Las lianas de tu cuerpo retorcidas
en el torso viril que te subyuga,
con una gran palpitación de vidas.
V
¡Qué enferma y dolorida lontananza!
¡Qué inexorable y hosca la llanura!
Flota en todo el paisaje tal pavura,
como si fuera un campo de matanza.
Y la sombra que avanza, avanza, avanza,
parece, con su trágica envoltura,
el alma ingente, plena de amargura,
de los que han de morir sin esperanza.
Y allí estaríamos nosotros, oprimidos
por la angustia de todas las pasiones,
bajo el peso de todos los olvidos.
!En un cielo de plomo el sol ya muerto;
y en nuestros desgarrados corazones
el desierto, el desierto y el desierto!
VI
¡Es mi adiós!. . . Allá va la bruma austera,
por las planicies que el bochorno escalda,
al verberar tu ardiente cabellera,
como una maldición sobre tu espalda.
En mis desolaciones, ¿qué me espera?. . .
(ya apenas veo tu tu arrastrante falda)
una deshojazón de primavera
y una eterna nostalgia de esmeralda.
El terremoto humano ha destruido
mi corazón, y todo en él expira.
!Mal hayan el recuerdo y el olvido!
Aún te columbro y ya olvidé tu frente:
sólo ¡ay! tu espalda miro, cual se mira
lo que huye y se aleja eternamente.
ENVÍO
En tus aras quemé mi último incienso
y deshojé mis postrimeras rosas.
Do de alzaban los templos de mis diosas
ya sólo queda el arenal inmenso.
Quise entrar en tu alma, y ¡qué descenso!
¡Qué andar por entre ruinas y entre fosas!
¡A fuerza de pensar en tales cosas
me duele el pensamiento cuando pienso!
¡Pasó! . . . ¿Qué resta ya de tanto y tanto
deliquio? En ti ni la moral dolencia,
ni el dejo impuro, ni el sabor del llanto.
Y en mí ¡qué hondo y tremendo cataclismo!
¡qué sombra y qué pavor en la conciencia,
y qué horrible disgusto de mi mismo!